Este es el momento. Después de pasar demasiado tiempo segregada, desgajada en organizaciones inmersas en guerras intestinas y comunicantes y vilipendiada por su capacidad para establecer algo de coherencia entre el instinto y su realidad inefable, la cultura sale no ya a manifestarse, sino a movilizar a un sector que, semana a semana, mes a mes, se funde a negro. De ahí que se declare una alerta roja a escala nacional, el color desde el que mejor se adaptan a la oscuridad nuestros ojos. También el primero en ser dominado y reproducido en diferentes tonalidades. Ayer en la cueva, hoy en la calle.
Porque aquí estamos hablando de vidas, pequeñas, casi invisibles, pero firmes en su convicción de ganarse el sueldo con lo que siempre fue una necesidad vital, incluso para el ministro Rodríguez Uribes —intercambiable con Wert o Méndez de Vigo—, que se ha limitado a parafrasear a Welles y su «primero va la vida y luego el cine, aunque la vida sin el cine y la cultura tiene poco sentido» para después enarbolar un pim, pam, fuego apuntando a la cabeza de mensajeros, técnicos de luces, ingenieros de sonido, el pianista, el runner y los del «merchan». Porque aquí la mierda nos salpica a todos, aunque se echen de menos caras conocidas.
Y no se trata de negar las contradicciones de un gremio habituado a vivir a menos uno y sin contrato, ni tampoco de ocultar una situación precaria que echa el cierre cuando el mundo gira a la velocidad impuesta por la muerte. No. Ha quedado demostrado con creces que es posible organizar conciertos, obras de teatro, proyectar películas, vender libros y recitar poesía sin rimar ni un sóla vez la palabra brote. Será porque la cultura es la única capaz de salvar a un pueblo, imponer el rojo sobre el horizonte negro, alzar la voz cuando el silencio duele. Mejor unidos.
