Así es como, en pleno 2020 “que se pase pronto, por favor”, un escote o unos pezones siguen causando revuelo en cualquier parte del mundo. Incluso en el Museo de Orsay, meca de la alta cultura y que incluye en sus paredes, entre otros, “El origen del mundo” de Courbet, “Almuerzo sobre la hierba” de Manet, o “Torso, efecto de sol” de Renoir. Para todos aquellos con memoria visual y mala para los nombres, recordarles que se trata de cuadros de coños, pezones, luz y algo parecido a la vida en su versión al óleo. Eso sí, a una muchacha con un vestido díscolo que dejaba al descubierto un brochazo entre dos senos cubiertos se le deniega la entrada. Y vuelta a empezar con la misma mierda de siempre.
Y es que resulta que, cuando creemos tener superado el tema de marras, un agente de reservas nos vuelve a sorprender. Será porque simplemente estaba cumpliendo órdenes relativas al código de vestimenta —nada de tejidos sintéticos entre tanto pastel, cochina—, porque sigue escudriñando el canalillo cuando debe asegurarse de que el visitante ha comprado una entrada olvidándose de los ojos, o simplemente porque los idiotas cachas se pavonean cada día sin camiseta cerca de mi casa y a las mujeres se les exige desnudarse exclusivamente en una habitación estanca y a oscuras, por si hay niños cerca. Hombres, vamos.
Normal que el colectivo Femen convierta el cuerpo de sus guerreras en eslogan y se encabrone una vez más, escupiendo el mantra machirulo titulado “la obscenidad está en vuestros ojos”. Pues resulta que sí, y que la inmoralidad está en la muerte y poco más, aunque siempre es más sencillo echarle la culpa a la piel y la naturaleza de la carne entendida como existencia. Resulta que lo peor de nosotros nunca se encuentra a plena vista, pero no nos entra en la cabeza.
