Guadalupe Álvarez Luchia

Recuerdo aquella vez que escuché cantar a Guadalupe Álvarez Luchia. Y digo cantar porque a veces algunos lo hacen tal y como el resto aspira y, sin querer con todo, convierten lo imposible en un gesto repetitivo, dan forma al barro. Ella abría los ojos, enredaba el pelo en un nido de alonsito y, con los veintiún gramos que corresponden, su voz agarraba los ventrículos de todos los presentes. Eso sucedió hace tiempo. Ayer, también. Presentaba las canciones de «Terraza» para veinte. Así, dejó caer su chaqueta sobre el respaldo de la silla, posó en el regazo una guitarra afinada con desgana y de allí no se movió ni Dios porque, ¿de qué sirven los relojes cuando el tiempo se mide en repertorios?

Todo en un pequeño sótano decorado con lo mejor de un piso con ventanas, entre canciones de La Pampa, coplas, otras compuestas en Lavapiés y la sensación de que la música crece lejos de estadios y fuegos de artificio. Incluso sobran los micrófonos y chivar las canciones a Toni Brunet, productor del disco y un no guitarrista que toca como el que lanza pintura al aire, dribla y cae en el tiempo fuerte del compás. También bebe cerveza.

El concierto termina y uno intenta recopilar lo sucedido, más que nada porque las canciones te dejan desbordado, pillan a contraoído, pero sobre todo emocionan y borran lo que sucede más afuera. Me fui el penúltimo y me dio tiempo a verla dejar a medias su Fernet y salir a la noche. Lo hizo tal y como vive, con la inconsciencia del que cambia el mundo mientras los demás lo intentan. Su voz titila y por eso Guada —ya hay confianza— forma parte de la mecánica celeste de un país a oscuras. Con ella no se perderán.

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