Los domingos no se hicieron para descansar. Más bien al contrario. Hunden, desgastan y, aunque sean los días del sol (en inglés), sobre ellos planea la sombra del día laborable (en español), uno que, a diferencia del rayo, nunca cesa. Por eso casi todos, millones si contamos a un país empeñado en salir los sábados sí o sí, nos dedicamos a frenar las horas con su estación correspondiente. Bueno, más bien a intentarlo sabiendo que es inútil, porque al domingo nadie puede pararlo en su descenso, ni siquiera la repetición. Sucede dentro de casa y en la calle y en el cuerpo. Incluso los árboles cambian de plumaje, los pájaros cierran sus negocios de canto, el silencio agujerea el vaso de los que, horas antes, brindaban en la barra del José Alfredo.
Así la mañana discurre por las calles hechas óleo, por sus aceras de cuarzo y pis, por las paredes de los inmuebles que volverán a ser casa con la vuelta del trasiego. Porque ahora el atasco lo llevamos en la piel, almorzamos sin prisa, leemos el periódico que viene más triste que de costumbre con sus suplementos en color. Me pregunto cómo sería ese hombre al que se consagra el peor momento de la semana, cómo es el el encargado de la imprenta de El País, como será el quiosquero que enciende la estufa para calentarse. Probablemente unos tristes. De ahí el día.
Aquellos que viven en ciudades se libran del paseíllo por las plazas de los pueblos, siempre el mismo: la madre con el abrigo de fieltro gris que empuja el carrito del bebé, el padre de mirada hueca, en otra parte, y el niño que duerme envuelto en el crochet de la ropa heredada. Sólo hay algo peor que esa postal y es el aeropuerto de Orly entre la bruma, en domingo, claro. El final del fin de la semana se parece al origen del mundo hecho simulacro. Puede rescatarlo el sexo o un beso con lengua… pero esa parte corresponde a la otra vida, la que sucede de martes a viernes y es pasado y asidero. Volverá pronto. Lo juro. Volverá.
