Se llamaba Sergio (nombre real). Era un niño de mirada bovina y aspecto de cabrero con tendencia por los mocos. Cada mañana, yo subía la cuesta cargado de libros de texto y él me esperaba fumando, señal de los más hombres. Sólo empleaba la fama de su barrio, suficiente para infundir temor. Después me señalaba o decía «¡Javier!». Sucedió a la velocidad con la que florecían los almendros del patio de recreo. Un empujón primero, luego la cercanía de su aliento y después mi paga. Si no había duros, entonces me daba de hostias. Pero dolían poco. Lo peor era regresar a casa y pensar en volver a verle en la ascensión diaria. Cuando la amenaza es costumbre, tendemos a refugiarnos en ella. Entonces uno empequeñece, desciende, malvive.
Es cierto que la memoria distorsiona la biografía, adoba los recuerdos. Pero desde la cima del presente escribir sobre él me produce cierta ternura y hasta pena. Niño huérfano de padres y espíritu, más bien solo si le quitaban las patadas. Encontró su lugar en el mundo desplazando a los demás del suyo, como si de alguna manera convertirse en adulto implicara matar al niño que los niños llevamos por fuera. Mis padres lo conocían; los hermanos Maristas también. Alguien le diría que parara. Eran fiestas del colegio. Y me dejó en paz.
No me dejó huella. Bueno, quizás intento vestir bien para no parecernos en nada. En aquellos años la pelea era liturgia, y los pequeños la hacíamos con cabeza e inconsciencia, sabiendo que a ellas y a los débiles nunca se les toca. Mejor salir corriendo. Tampoco se trata de agradecerle nada a este Sergio cabrón. Quizás haya muerto de sobredosis o tenga mellizos a los que quiere con locura. No sé, algunas cosas se incrustan en la piel que nos derrota. Ahora se habla de bullying, acoso antes. La educación puede intentar cambiar las tornas. Otra cosa es que lo haga. En cuanto a la vida, pues sigue golpeando ya de viejos, incluso con más fuerza.
