Ese detalle que lo cambia todo

Es algo que se intuye, aire entre el vacío y la ausencia. En ese gesto se concentra la galaxia, con su sol a la sombra y un amanecer en otra parte. Para verlo es necesario mirar más, mirar donde nadie quiere mirar por estar cerca. Mejor vivir con los ojos cerrados, que el mundo sea un borrón del que salir ilesos al final del día. Son los detalles los que crean momentos felices o nos sentencian. Llevé su mano hacia mi ingle mientras nos besábamos. Mi mano quedó suspendida dentro de la suya, dijo no con un gesto leve. Y ya no hay nada.

Pequeños detalles en circunstancias que hacían poca falta. Pues bien, esos detalles dejan huecos. Detalles relevantes, precisamente porque pesan poco o nada. Pueden ser ideas, la forma que tiene la luz de impactar en los cristales, imágenes en un contexto como soñado. El conductor miraba al fondo de la noche. Los faros del autobús convertían la carretera en una salida a aquel viaje tan largo. Un ciervo se cruzó entre las luces y un destino.

Los detalles de nuestros problemas convierten el problema en un juego de niños, también en tragedia. Los detalles de un abrazo convierten los detalles en una lista que se prolonga más allá del tiempo y el espacio. Los detalles son tan pequeños que no pueden ser imaginados. Somos detalles en un cuerpo incapaz de albergar más detalles. Limpiaste el espejo empañado con el lateral de tu mano buena. Acercaste el pecho en un gesto raro, levantando el brazo por encima de la cabeza. Un bulto del tamaño de una uva. Recuerdas el color de la toalla enrollada bajo tu pecho. Detalles buenos, malditos.

Ilustración: http://www.emilianoponzi.com

Ternura

Es en la ternura que existimos. Dentro de ella es posible ser nosotros, también lo oculto por miedo a que nos hagan daño. Porque la ternura se manifiesta alrededor de alguien que necesita calor para desperezarse. De lo contrario, muere en nuestro cuerpo tibio. Pocos quieren mostrar su flanco de cristal, ser juzgados por frágiles o flores de garza blanca, definición del humano con apegos. Descansa en la ternura, niño. Qué mejor forma de seguir latiendo, de aceptar tu imperfección perfecta.

La ternura es revolucionaria, nunca efímera, se rebela contra la pasión porque carece de segundas intenciones. De ahí que trence lazos deshilachados, invisibles. Sin ternura resulta imposible entregarse a los demás, también a uno. Porque uno es lo que es. También lo que no quiere ser o nunca se atrevió a decir en alto, no por tratarse de algo vergonzante, sino porque admitirlo implica alejarse de los héroes. Y los héroes nunca lloran. Tampoco escuchan.

El corazón tiene cerebro porque tantea lo que es importante para el otro y lo convierte en una mirada, en una mano sobre la frente, puede que en una palabra justa. Cuestión de supervivencia. También de amor, de madres y de gatos recién paridos. Hay que esparcir ternura, dejar su reguero en actos insignificantes que dan sentido a todo lo vivido y lo por vivir. «Ni luna ni siquiera espuma, nos bastan dos o tres segundos de ternura». Nos bastan. Y el tiempo deja de pasar en un abrazo.

Ilustración: Darek Grabus

Sobre la bondad

Menos verdad, ser buena gente, que la bondad sea lo único que queramos imitar. Lema a tatuarse en tinta mágica. Porque conducir un Tesla, el cubo de basura para bricks, comprar justo… demostraciones que apuntalan la reputación, algo vistoso. La bondad, en cambio, va del tórax al cerebro, florece a oscuras como forma de inteligencia poco reivindicada, humilde. Se siente, es algo sin llegar a concretar el qué. Mano, ¿la sombra que da agua a los perros?, palabras sinónimo de abrazos. En ese punto de encuentro, la razón se sorprende de lo que es capaz de hacer por sí misma. Hacer el bien, ¡qué mejor forma de deshacerse estando vivos!

Bondad para que la felicidad comparezca en esas personas de las que la gente habla. Todo altruismo pues se prescinde del interés propio para ampliar la satisfacción de una hermana, de un pez, también de un enemigo. Bondad envuelta en la gratitud que crece mal en las alturas y vive apegada al barrio como extensión de este mundo de muchos. Bondad frente a barbarie, bondad contra likes, bondad en el espejo cada día. Bondad, qué bonito nombre tienes.

Siendo bueno la aspiración de ser mejor se acerca. Salir ahí fuera, luz, más luz, observar lo que no nos gusta, que es mucho, moldearlo para convertir la estupidez en un intento de remedio. Es posible racionalizar el sentimiento, creo, con paciencia, paciencia bis y hábito. ¿De qué hablamos cuando hablamos de bondad? De amor en acción, de virtud, de empatía en las costuras. También del único trabajo al que merece la pena consagrar la siesta. Superioridad bien entendida. Ser bueno en el buen sentido se parece poco a hacer el bien. Qué mal endémico tan grande no intentarlo.

Ilustración: Guy Billout

Los invasores

A los invasores siempre me los imaginé fieros, uniformados, sedientos de sangre. Llegaban de noche, empuñando un cuchillo y dejaban un rastro de sangre púrpura. ¡A las casas!, gritábamos por las ventanas. Había que esconderse rápido, de lo contrario la muerte y la desgracia envenenarían la tierra, la nuestra.

El día de la invasión se acercan a nado desde el otro lado de la frontera, una línea dibujada en algún despacho. El mar en calma, la vida en una brazada y al borde de la orilla. Nadie nos dijo que vendrían sedientos, en ocasiones al borde de la muerte. Qué raro, aspiran a una vida normal, no a borrar la historia, y así nos lo agradecen.

El invasor ocupa el país por la fuerza y se desploma. Una traidora de la patria le da de beber, le envuelve con un gesto fieramente humano. Los dueños del agua son la sed del que necesita hidratarse. La invasión era esto; un abrazo, un salvavidas. El enemigo está dentro de nosotros, lo juro.

Las cosas que echamos de menos

Es extraño cómo han cambiado las cosas en el transcurso de estos meses. A finales de agosto, cuando los niveles de vitamina D exceden los niveles recomendados y tres cuartos de España se van de vacaciones después de meses de parón forzoso, la frase más extendida por terrazas, plazas y redes es «estoy hasta el coño». Y claro, uno se pregunta cómo es posible si se supone que el estío es la fecha en la que, históricamente, mejor deberíamos estar, dueños de cuerpos dorados a la sal y una mente que, por fin, vuela lejos del fútbol y los atascos. Por supuesto que hay varias razones de peso para ello, pero la raíz del mal se encuentra en la imposibilidad de compartir.

Así es como llegamos a la conclusión de que lo que más nos apetece a día de hoy, más que echar un polvo, que también, o ponernos pelo, es probar el postre del de al lado, juntar los morros propios y ajenos en una bola de helado de turrón o una garrafa de vino, que nos escupan a la cara porque estamos hablando demasiado cerca, en la oreja o el pómulo, ¡da igual!, bailar, sí, bailar, muy apretados la canción de este no verano y abrazar a gente triste, a chicos pálidos vestidos de negro, a Abascal. Incluso la imagen del turulo comunitario se percibe como un vestigio del pasado a recuperar en este presente rancio.

A pesar de los reflujos vitales, la batalla que se libra en nuestro interior nos empuja a la soledad y la misantropía. Por un lado el miedo, por otro las ganas de que esto acabe de una puta vez. En medio, el «sólo se vive una vez» percibido como una frase de gimnasio cutre con sentido. Somos huérfanos sí, aunque también más conscientes de todas las cosas pequeñas que perdimos en el camino… y que se hacen entre dos. Más ya se considera gang-bang.

Ilustración: Charles Burns