Es extraño cómo han cambiado las cosas en el transcurso de estos meses. A finales de agosto, cuando los niveles de vitamina D exceden los niveles recomendados y tres cuartos de España se van de vacaciones después de meses de parón forzoso, la frase más extendida por terrazas, plazas y redes es «estoy hasta el coño». Y claro, uno se pregunta cómo es posible si se supone que el estío es la fecha en la que, históricamente, mejor deberíamos estar, dueños de cuerpos dorados a la sal y una mente que, por fin, vuela lejos del fútbol y los atascos. Por supuesto que hay varias razones de peso para ello, pero la raíz del mal se encuentra en la imposibilidad de compartir.
Así es como llegamos a la conclusión de que lo que más nos apetece a día de hoy, más que echar un polvo, que también, o ponernos pelo, es probar el postre del de al lado, juntar los morros propios y ajenos en una bola de helado de turrón o una garrafa de vino, que nos escupan a la cara porque estamos hablando demasiado cerca, en la oreja o el pómulo, ¡da igual!, bailar, sí, bailar, muy apretados la canción de este no verano y abrazar a gente triste, a chicos pálidos vestidos de negro, a Abascal. Incluso la imagen del turulo comunitario se percibe como un vestigio del pasado a recuperar en este presente rancio.
A pesar de los reflujos vitales, la batalla que se libra en nuestro interior nos empuja a la soledad y la misantropía. Por un lado el miedo, por otro las ganas de que esto acabe de una puta vez. En medio, el «sólo se vive una vez» percibido como una frase de gimnasio cutre con sentido. Somos huérfanos sí, aunque también más conscientes de todas las cosas pequeñas que perdimos en el camino… y que se hacen entre dos. Más ya se considera gang-bang.
