Qué esperamos de los demás

Ocurre con cada accidente, con cada paso en falso y su correspondiente cable a tierra. Cuando todo va bien, pues eso, va. Cuando empieza lo malo… A un lado, el que necesita ayuda, la pida o se ayude mirándose hacia dentro. Alrededor o cerca, familia, animales de pelo duro y amigos, cada uno con su afán, embargados por esa sensación de que ir creciendo implica amor de lejanías o en los huecos. ¿Qué esperamos de los demás? Resulta que, si actúan tal y como esperamos, procuran nuestra felicidad (sinónimo de hacer lo que queremos) casi siempre anudada a expectativas imposibles. Si somos expertos en decepcionar y decepcionarnos, ¿cómo lograr lo contrario en el calor de otros?

Entonces llegan los reproches, una forma de vida urbana que conduce a la tristeza. De ahí la importancia del silencio, ir tirando y ya, entender las circunstancias que hacen de cada uno un ser único, raro y con tendencia a confundir deber con tender la mano. Yendo al detalle, nadie hace lo que hacemos o haríamos nosotros por los nuestros, de ahí la herida, de ahí estos humanos tan pequeños en un mundo tan grande.

No esperar nada, o esperar lo inesperado sirve de asidero. Fue algo que entendí mirando hacia otro lado y de espaldas a la práctica. Con la enfermedad de mi padre, quise estar en todo, ayudar estando sin saber muy bien qué hacer. Hasta que una tarde de carboncillo y uvas pasas, entendí que no hacía falta. Los que bien te quieren nunca esperan nada de ti excepto amor, una palabra, un gesto con la mano que nunca es despedida porque alimenta el recuerdo. Y así el sol se convierte en luna años después.

Ilustración: Guy Billout

Si te caes no te levantes

Si te caes no te levantes. Quédate a ras de hierba y su cemento. ¿Por qué ese empeño en la reconstrucción inmediata? Cada mañana, la aurora pone en pie las ruinas de la noche. Tú no. Tú quédate donde estás, entre las sábanas con olor a epidermis, en el ángulo muerto del latido, bajo los cristales de la carne. Y escucha, sí, tú. Pero no a mí, sino al dios de las pequeñas cosas susurrando a los agazapados. Entonces el pulmón se hincha, las burbujas ascienden hacia la superficie, la luz se precipita al fondo abisal… todo un logro de la apnea sin piscinas. Sí, reconócete; aún respiras, aunque sea de espaldas.

Estar mal es un derecho y el héroe sólo es héroe cuando lo pierde todo; todo menos la vida, claro. A vista de hormiga el dolor se hace más pequeño, quizás porque sanar deprisa cura poco, incluso resta. Luego, en el afán de los días quietos, recurrir a alguien en nada se parece a la derrota. Nos tienden la mano, percibimos el tacto de una palma tibia y vamos incorporándonos. Así, despacio, vas muy bien. La otra opción, hacerlo en solitario, también vale pues no hay nada escrito en esto de ir mejor. En ambos casos la fuerza de la gravedad se hace patente en el ascenso, más que en la caída. Paciencia y tiempo contra fuerza y pasión. Y te levantas.

Ilustración: Belhoula Amir

Copos, copón

Pocos de los que coreaban el «A quién le importa» ayer en la Puerta del Sol habrán madrugado hoy para retirar la nieve acumulada frente a sus portales. Será porque lo que nos gusta es celebrar ante todo y ante todos, grabar vídeos a cámara lenta en los que desaparecer sin magia, recorrer en trineo de huskies la Gran Vía…, pero lo de ir más allá se nos hace un poco bola. Y es que lucir modelito de invierno en la ciudad no sólo marca tendencia, sino que implica obligación de cara a la galería, y la sorpresa ante un fenómeno tan atípico como hipnótico dura más de lo recomendable, tanto que terminamos olvidando que la esponja se hace hielo si el mercurio baja, y el hielo es hormigón sin dióxido de titanio y nadie puede curar si las vías permanecen sepultadas bajo un manto tan blanco como letal.

Así las cornisas se desprenden de sus gárgolas. También los árboles se pliegan ante tanto peso. Entre tanto, pocos son los que se dan cuenta de que andamos desamparados, no hay plan, nunca lo hubo. Por lo tanto, ante la llegada del frío y su cuchillo la única solución es salir a la calle y rascar con un recogedor o un palo de escoba, lo primero que tengas a mano, ¿alguien tiene una pala en el armario?, despejar los pasos con sal y agua caliente para descubrir que, en realidad, es la gente la que estropea la nevada. En el suelo encuentras pelos, rastros de agüita amarilla, historia, escoria y, a juzgar por la cara de los operarios del ayuntamiento, han dormido más bien poco. Como en la Cañada Real.

Lo mejor de esta Filomena —las tormentas siempre tienen nombre de mujer— es que tras su paso deja la sensación de lo poco que importa lo que de verdad importa. Tampoco se trata de amargarle la fiesta a nadie. Aquí cada uno que haga lo que quiera, que así ha sido hasta ahora. Sin embargo, el día en que Madrid se convirtió en Valdesquí sin telesilla quedó al descubierto la verdadera naturaleza humana en todos y cada uno de nosotros: la gente extraordinaria recorría kilómetros a pie para llegar a su trabajo, la gente corriente hablaba del tiempo y los mediocres pedían comida para llevar. El universo y la estupidez son infinitos, copón.

Ilustración: blinkart.co.uk