¿Cómo estás?

«¿Cómo estás?», pregunta envenenada. La pronunciamos muchas veces sin pensar, sin que nos importe. Porque en un «¿cómo estás?» está la excusa para comenzar la charla. Tal es así que podemos sustituirlo por un ¿qué tal?, un ¿cómo has estado?, un ¿qué hay?, un ¿oye, cómo vas? y hasta un horrible ¿bien o qué? y la respuesta nunca convence. Imposible encontrar una contestación sincera entre tanta prisa. «Bien», decimos casi siempre. Pero bien, lo que se dice bien, no estamos.

Por otro lado, nos gusta escuchar un «¿cómo estás?» sentido y con pausa, por mensaje o en el iris. Se trata de un cliché y la forma más antigua de alivio, dos palabras insuficientes para sanar, aunque suponen el inicio de una cura. Al fin al cabo los otros son parte fundamental de uno y el altruismo permite poseer lo único de verdad nuestro: los nuestros. ¿Cómo explicar la reacción de cualquiera cuando un amigo escucha la pregunta, toma aire, ladea la cabeza, mira los adoquines y responde «mal»? Ahora estamos hablando. Por fin.

«Bien» viene sin estridencias, ni buenas ni malas, normal sin las tres últimas letras. «Mal» implica todo un mundo que, de pronto, sale a la luz en el interior de una palabra corta y el »¿cómo estás?» pasa a convertirse en la pregunta más relevante del año, mucho más que el ¿quiénes somos?, el ¿de dónde venimos? y el ¿a dónde vamos? Tendremos que estar acompañados en la galaxia. Queda excluido de las respuesta el «ahí vamos» por considerarse ambiguo, más cuando se acerca el verano. La próxima vez que preguntéis «¿cómo estás?» hacedlo con ganas, con un poco de aire y con la certeza de que el alivio se parece un poco al miedo. Estamos de fábula y es lunes.

Ilustración: John Wesley

Ni es nuevo ni es normal

Fui al supermercado por primera vez en tres meses. Necesitaba pollo, cebollino, salsa barbacoa, plátanos, cerveza y arroz SOS. Protegí mis manos con guantes desechables, guardé otro par en el bolsillo, me ajusté la mascarilla hasta las pestañas y convertí la distancia de seguridad en un consuelo. Sección de frutas y hortalizas. ¿Alguien es capaz de abrir una bolsa dispensable con las manos plastificadas? ¿Y cómo pegas la etiqueta al producto recién pesado si ésta se pega a su vez a unos guantes adheridos a una piel del color de la Nivea? Nunca lo sabré.

Resultado. Pasé por delante del carnicero con las manos llenas de códigos de barras y la sensación de que la vida me pasaba por encima una vez más. Luego hice la cola amenazando con la mirada a los que suspenden en física y disfruté de la conversación con el cajero. Si ya de por sí hablo en voz baja, ahora nadie me entiende al hacerlo a través de un trozo de tela. Me suda la cara, me lloran los ojos y todo se va al traste al intentar sacar la tarjeta atrapada entre el DNI y el abono transporte.

Regresé a casa hecho polvo, sin aire, flojo. Desinfecté los envases con gel hidroalcohólico, tomé una ducha con mucho jabón y encendí la televisión con el codo. Apareció un mapa de España. En verde claro las zonas donde puedes hacer lo que te salga de los cojones. En verde oscuro lo mismo, pero con otro color. Me dio por pensar. En ningún momento actué creyendo hacer las cosas bien y, sin embargo, supe que estamos haciendo casi todo mal.

Ilustración: Akihito Takuma