Del calor a la calor

El calor se ha convertido en la calor, femenino, madre y plural de todos los desvelos. Ahí, entre el termómetro y la sobredosis de mercurio, todo el mundo arde a la vez, delante de un ventilador que mueve un lazo rojo y al borde de las piscinas como expositores de carne. Extraña forma de igualdad por lipotimia. Sólo hace falta entrar a la calle para trascender, salir a rascar hielo y darnos cuenta de que la urbe está preparada para la lluvia, el rayo y el granizo, nunca para la temperatura como martirio. Entonces el poro supura, la piel recuerda a la de una iguana y la sobrecarga térmica fomenta las ganas de matar. Nadie puede escapar de su embrujo, de ahí que uno, antes muerto que sencillo, mantenga el pantalón largo y el calcetín bien grueso. El papillot nació en días como hoy, lo sudo.

Ante el silencio de los pájaros, los humanos comentan y relatan la catástrofe personal y transferible, se rebelan sin caer en la cuenta de que favorecen el cambio climático, el de las palabras: estufa, chimenea, brasero. También mantienen frescas las almohadillas de los perros, y algunos intentar huir de sí mismos, los perros, digo. Nadie lo consigue. Sopla lumbre. El infierno era esto, un planeta en julio que impone la desnudez como modo de vida incómoda. Y olvidamos que con ardor fuimos creados.

Así es cómo el tiempo se ha convertido en manta, de repente, ola que tiñe de rojo el mar y de rescoldos el campo. Entonces pienso en el fuego de esas parejas follando en habitaciones poco ventiladas, en la carne enhebrada por el deseo, en el ritmo que impone el afán de los días a la contra del frío y bajo un sol amarillento, luna llena. No parece importarles que puedan disolverse en la saliva del otro y en el otro. Este calor es un vestido en el suelo, unas sábanas mojadas, una vuelta al cuerpo. Todo.

Ilustración: Guy Billout

Calor

El calor devora el hueco entre aspas y campos de girasoles, produce monstruos. En la ciudad, todo es ausencia, conversaciones lentas añadiendo más madera a junio. Un viejo resopla, otro niño bebe a morro y la sombra deja de ser sombra para ser sonido. Así nos convertimos en mosquitos a contracorriente, todos, lejos de la luz pintada, al otro lado de un invierno que aparece en los sueños de fanáticos del frío. Llegará. Mientras, en este microondas de junio, el sudor pinta trajes bajo las axilas y empuja al refugio de la ducha, lluvia que trae recuerdos de un patio de Sevilla. Queda demostrado: el agua es vida, la canícula mata.

Con la caída de la noche creímos estar a salvo, pero se acabó su complicidad de mano amiga. Entonces las horas pasan en los ojos de las luciérnagas, libros en la mesilla abiertos por la misma hoja. Menos mal que ya no hay canciones de verano. En cambio, las peleas fluyen, ascienden por el patio como las burbujas de una olla al fuego. La sangre viene con arena, el ventrículo grita basta, la paciencia mengua hasta el punto de que se cometen más asesinatos. De ahí la tendencia a robar bajo la nieve.

En la termodinámica, el frío se define como la ausencia de calor, en cambio, poco tiene que ver el ardor con el deshielo, más bien pone de manifiesto la falta de glaciares y carácter. Entonces el cuerpo deja de ser nuestro, se dilata, cambia de estado hacia ninguna parte. A nadie se le escapa que la carne se hace gas cuando deseamos flotar en piscinas de mercurio. Calor, ese invento en el que sentirnos solos, principio de días y noches al baño María sin María cerca.

Ilustración: Guy Billout

Ávila no existe, arde

Ávila no existe y por esa razón arde. Incógnita es el misterio de las llamas. La chispa se inicia en el motor de un coche y Navalacruz Cepeda de la Mora brillan en el mapa del humo y la pérdida. «Así se consumen los veranos», dice un tonto; «papá, ¿sabes que han atropellado a un bombero, eh?», afirma el niño invisible mientras el padre graba una muralla púrpura y densa que cerca la ciudad amurallada. En la capital la vida continúa en las bombillas de los coches y las farolas, estrellas frente a un paisaje de perfil inalterable. Cambia el color y la vida de aquellos que hacen del campo su lumbre, su pan, su sueño.

El delegado de la Junta pide comprensión. Los vecinos de Sotalbo, Palacio, Villaviciosa Robledillo —los nombres proliferan a la misma velocidad que el fuego mata— regresan a sus casas a por pan y azadas, organizan la ayuda entre la angustia. Hombres sin hambre; mujeres sin nombre. Y las noticias prefieren mirar hacia otro lado, lejos del ganado convertido en ceniza, a años luz de un bañista que se sumerge en el Mediterráneo. Extraño observar la infancia quemada, imposible describir el daño. «Historia, escoria» escribía Ángel.

En días así, la puesta de sol imita a una bola de fuego y la huella del incendio continua ardiendo después de su extinción. Porque hay un antes y un después de la quema, una toma de conciencia de lo que una vez fue, tuvimos, disfrutamos que ahora es nada. Decir que estamos con Ávila suena raro. Sin embargo, reconforta creerlo. Incluso un lugar que no existe puede convertirse en el centro del mundo, al menos el tiempo necesario para apagar el fuego con agua, tal vez con lágrimas.

Ilustración: «Número 14» Mark Rothko

Es viernes y hace calor

Es viernes y hace calor. De pronto, el quinto día de la semana roza la piel de un sustantivo tórrido. Y entonces las faldas se recortan, abrimos los botones y el cuerpo explota. Es un baile sutil y callejero, incluso para aquellos que sólo mueven la cintura cuando hay música. Después de tanto tiempo —tres estaciones son multitud—por fin podemos dar rienda suelta al deseo, o por lo menos mirar dejando rastro. Ellas parecen más ligeras y accesibles; ellos dan pasitos de gigante. Desde un banco los observo y doy de comer a los hambrientos. Pienso en caracoles, en magnolias que se abren, en viajes a Venus y una nube cargada de mosto. Lo reconozco, sucumbo al efecto de la humedad y las venas, al ardor y los gemidos en tetrabrik. Todo hacia dentro, nada sale fuera.

Hoy no habrá entierros, aunque los haya. Porque hoy es viernes y hace calor, y una ola arrasa la ciudad y sus fantasmas dejándonos la carne y la lengua, material fieramente humano, varios pares de ojos entreabiertos y una herida en la rodilla. El poder del termómetro resulta inexplicable, incluso en aquellos lugares en los que apenas llueve. La luz luce, la saliva sala, el mar manda señales a lo lejos y casi nos atreveríamos a asegurar que la felicidad existe, a retazos, pero algo es algo.

Somos el día en que vivimos, y cuando hace calor —hoy es el caso— desear es un reflejo. A nadie le preocupa que el cohete chino impacte en zonas pobladas de la tierra porque desde esta mañana las miradas arañan órbitas entre mechones de pelo, sobre la nuca, bajo la comisura de la pelvis. Es viernes y hace calor. Y por fin el mundo flota en la corriente, fluye, gime, aúlla.

Ilustración: https://www.lauraberger.com/

La mascarilla y el aliento

Está claro que nadie quiere ponerse una mascarilla. Incluso los menos agraciados preferimos caminar por la calle y sentir el sol impenitente de julio antes que ese torrente de sudor de sauna fabricándose entre el labio superior y la punta de la nariz. ¿Y qué decir de cómo nos huele la boca? Te lavas los dientes a conciencia antes de salir de casa, eres generoso con el LISTERINE®, ajustas ese condón bucal a 0,95 con la esperanza de ser un ciudadano responsable y a los pocos minutos percibes un olor a perro mojado. Y sí, querido, eres tú.

Es en ese momento tan demoledor cuando observas el panorama y recuerdas lo que te decía aquel amigo médico que trabajaba en urgencias: «pues sí, la verdad es que recibimos a muchos motoristas accidentados que llegan con el codo intacto». Y, como siempre, la historia se repite. Ahí están los otros, con el codo inmaculado mientras haces lo imposible por no perder el conocimiento a 38 grados con la parte baja de la cara convertida en el vertedero de Valdemingómez.

En pleno siglo XXI — periodo desprovisto del año 20—, el único privilegio social consiste en prescindir o no de la mascarilla, en hacer como si todo estuviera bien o renunciar a nuestro más íntimo individualismo en favor de los que siempre pierden… o son susceptibles de seguir haciéndolo. Resulta que para la enfermedad se busca cura; para el aliento enmascarado solo hay una opción: RUN.

Ilustración: Gabriele Mast