Los días de fiesta

Los días de fiesta para mí son los más tristes. Algunos paisanos se disfrazan, ocupan las aceras y los parques dejando tras de sí un rastro de claveles blancos. El rojo late en sus solapas, vuelo de lunares, se baila en torno a pasodobles que resuenan por encima de torres, nubes y madroños. Madrid en San Isidro bien vale un lunes que es domingo. Abro los ojos y miro una ciudad que no me pertenece. Se diría que la gente disfruta estando aglomerada, sonríe sin cosas en la boca, va cerca del río a refrescarse y ver pasar su curso, con el día, la tarde y más tarde la noche en Las Vistillas. Cuestión de intimidad la de la masa.

Queda claro que un día de fiesta ha de pasarse o borracho o bien acompañado, de lo contrario parece una plaza de toros o un parque de atracciones cerrado por pulgones. Sería mejor tener un gato a mano para acariciarlo, intercambiar tristezas y misterios y, sin querer, observar su movimiento hecho distancia, la misma que recorre los pasillos de mi casa. Sí, un gato, un boxeador o un león hambriento. Todo muy castizo. Y está esa cosa de saber que, al otro lado, lo están pasando bien. Siempre me quedará el zoo, pichi, siempre.

Si lo pienso bien, todo es una cuestión de «tener que», así que mejor celebrar el martes porque sí. Ahora los miedos hacen fila delante de mi casa, como si hubiera un comedor social y una estrella errante detrás de la puerta. Me imagino que todos los que festejan ahora tendrán que despertarse hoy, antes de irse a dormir y de la vuelta al trabajo tras un puente. Ay. Entonces sonrío por triste, resto a la bestia que hay en mí, riego las plantas con la esperanza de que pase rápido. Y pasa lentamente.

Ilustración: Guy Billout

¿Feliz Navidad por convicción o convención?

Tantos años de bajona en el pecho que al final (y por la falta de movimiento) muchos acaban cuestionando lo que hacen, dicen e incluso creen. Entonces el invierno (ya lo hizo bien la luz de agosto) nos devuelve las tradiciones de siempre: invertir en lotería para vivir sin el castigo divino del trabajo, comprar regalos a la familia cuando, muchas veces, los lazos de sangre implican dolores de cabeza o dolor a secas y este tiempo de beber mucho, comer más y amar porque toca. Y surge la pregunta entre el turrón del duro y un tren abarrotado: ¿Feliz Navidad por convicción o por convención?

Hay que ir con la mentira por delante. Y es que si mentimos una media de veinte veces a lo largo del día, este autoengaño de la ¿feliz? Navidad se justifica siendo solidarios, o en todo caso implica el deseo de que le vaya bien a todos cuando el mundo, en líneas generales, se derrite con nosotros dentro. La fuerza de la costumbre es poderosa y las buenas nuevas ocupan poco espacio. Feliz y Navidad esconden una lucha y dos convenciones líquidas, algo que se da como los buenos días y una mano blanda al finalizar el partido. En el fondo ayuda, al igual que un mantra repetido muchas veces y el Satisfyer cargado en la mesilla.

Pero las cosas cambian y este año voy a apretar fuerte, concentrarme en esa metáfora pura y gritarla por la ventana queriendo decir «felices pollas en vinagre» o «felices fiestas». Ésta última además es inclusiva y respeta a los ateos, musulmanes (legión en España) y políticos a la que no puedes ni ver. A veces viene bien olvidarse de las convicciones y tirar de convenciones que implican cosas extraordinarias para la gente común. Pues eso. F**** N*****.

Ilustración: Hiroshi Nagai

Arrivederci, Battiato

Franco Battiato ya no late. Y es extraño, tanto como los recovecos de sus canciones, la electrónica de carne y hueso y esa mezcla de funcionario y dandi de «La gran belleza». Porque sólo un músico enarbola la bandera blanca, define un centro de gravedad permanente y encuentra el alba dentro de las sombras. Pero las cosas son así, la gente viene y va sin acuse de recibo, y en medio de toda esta sinrazón casi todos recurrimos a la música para llorar la pena como los bailarines búlgaros pisan braseros ardientes, como cantaba él.

Siempre me fascinó su facilidad para convertir artefactos complejos en cajas de música para todos los públicos, algo que sucede muy de vez en cuando… y esas camisas. Al final todo se reduce al misterio, arca perdida de un tiempo en el que para trascender es necesario retransmitir la vida en directo, alimentar a la bestia de las plataformas. ¡Pero nada de nostalgia! Franco iba por delante del tiempo y Battiato deja unas pocas canciones —30 discos— y esa necesidad suya de vernos danzar con candelabros en la cabeza. Hoy la vela se ha apagado, pero volverá mañana, un poco cada día. Arrivederci, maestro.

¡Se sienten, coño!

¡Se sienten, coño! Es curioso cómo unas palabras pronunciadas hace cuarenta años siguen vibrando con igual o mayor intensidad en este 2021. Y es que a pesar de lo que la historia —al menos la oficial— nos cuenta con sigilo, ese intento de golpe de Estado del 23F no se conformó con intentarlo, sino que prosperó adquiriendo formas más democráticas que escondían un fondo enraizado en el totalitarismo. Es verdad, los militares enfundaron las pistolas, los tanques regresaron a las bases y un rey ahora tránsfuga sustituyó a un dictador hueco, sin embargo, ese espíritu, el de la violencia institucional, el fascismo y los privilegios de las minorías, se mantuvo intacto. Al igual que sucedió en el hemiciclo a las 18:23 y en las calles ayer por la noche, algunos fueron y son capaces de plantarles cara, sin embargo, sobrevuela esa sensación de que la «victoria» cayó del lado de la mediocridad. Y si la derrota es huérfana, entonces los perdedores se quedaron con todo.

A pesar de un panorama más negro de lo habitual por causas que a nadie se le escapan, seguimos sentados y en alerta, con serias dudas sobre la libertad de expresión y los llamados derechos fundamentales vulnerados cada día.¿De qué sirve conmemorar este día cuando los más jóvenes deben exiliarse? ¿De qué valen los brindis cuando en la reconciliación del país reside la victoria? ¿Qué sucede con la memoria histórica cuando sus testigos presenciales y radiofónicos ocupan su lugar entre las lápidas?

Algunos mantienen la cabeza alta, otros son consumidos por el miedo y, mientras tanto, los de siempre observan la realidad desde lo alto, con una media sonrisa y la certidumbre del que confunde convencer con abusar. La paz social se consigue con pequeños gestos, esos de los que prescinden los medios y nunca son tendencia. Es por esa razón que algunos seguiremos soñando por otro país en el que la dignidad esté despojada de honores y conmemoraciones, la dignidad entendida como el grito del cambio, coño.

Ilustración: http://www.mariamedem.bigcartel.com

Un sándwich para cenar el 24

Vivimos momentos excepcionales, probablemente los más de lo que nos queda de vida. Por eso ayer, 24 de diciembre, cené solo. Un sándwich de salchichón con mantequilla de Soria y un trago de agua. Por supuesto, en la cocina y frente a un bonsái de hoja caduca. Mientras tanto, madre y hermanas hacían lo propio al otro lado de la Mujer Muerta, lejos de la distancia de seguridad. A pesar de lo frugal no se trató de un acto grisáceo o consecuencia de la tristeza que nos impregna. Como dije al principio vivimos momentos excepcionales. Limpié las migas de un soplido, ignoré la reposición de Martes y Trece en La 2 y esperé pacientemente a que el rumor, procedente del quinto, se apagara antes de la una de la noche. La última persiana del inmueble cayó al ritmo mis párpados.

A las 8:36 sale el sol por Ríos Rosas. Un nuevo día. Cero atisbo de resaca y nubes. Resulta que el 112 apenas ha recibido llamadas de auxilio, los comas etílicos se contaron con los dedos de las manos y los pies, y once casas ardieron en una noche tirando a tibia. Ya se sabe: costumbres muy arraigadas en peligro de extinción temporal. Hoy casi todos desayunamos lo mismo: café, roscón o unas tostadas con tomate, y a todos, sin excepción, nos sube la bajona: se diría que es un 25 cualquiera… sin serlo.

Porque este tiempo dentro de otro tiempo, el de la Navidad difuminada en un discurrir con respiración asistida, nos sirve para entender que tampoco pasa nada por estar lejos si cuando compartimos mesa nuestra mente vuela lejos, que salir a correr en tal día como hoy es un acto de fe mal entendida, y que si hemos aguantado casi un año así ya aguantamos los que nos echen. Hay que sufrir un poco para apreciar lo que es pasarlo bien. Feliz mantequilla a todos.

Ilustración: Moussa Kone

¿Cuánto falta?

Todos la hemos hecho en algún momento. De niños con mucho pis, en transición a una vida adulta con un deje de nostalgia y ahora, este momento trabado entre el mareo y un destino curvo. Y es que la respuesta al ¿cuánto falta? nunca convenció a los integrantes del coche, y mucho menos a los que la hacían. Tres horas, duérmete, haz el favor, un poco menos que desde la ultima vez que demostraste interés… Da igual porque la pregunta sólo puede responderse encogiendo los hombros o cambiando de tema, ¡mira, un conejo!, más que nada porque genera un tipo de ansiedad muy corrosiva: la de un tiempo que llega… a deshora.

Así hemos ido atravesando el año que condujimos peligrosamente, con tantas ganas de dejarlo atrás que se nos olvida que quizás deberíamos celebrar que no celebrar es también una forma de brindis, sobre todo teniendo en cuenta que nadie se ha muerto por saltarse la Navidad o ir de empalmada a currar. Curiosa paradoja la de empeñarse en volver a casa o reunir a los que se separan después del postre pues implica riesgo de ola, seísmo u homilía funeraria, aderezados con estadísticas de guadaña y estrellas de Oriente en Europa.

Quizás sea una oportunidad prescindir de las reuniones con miembros de la familia que son más bien una imposición, insoportables incluso cuando cae la nieve y el reloj da las doce en el kilómetro cero. No sé, tampoco es cuestión de ser misántropo, pero el amor, cuando es supremo, se manifiesta de la misma forma que la bondad, sin ruido ni grandes alardes. Además, siempre nos queda la satisfacción de haber hecho lo mejor que supimos hacer, sentarse en el asiento de atrás, mirar por la ventanilla y entender que el movimiento merece la pena si implica una acción, un destino, la vida como continuación de la vida.

Ilustración: Mitsuo Katsui

Celebrar que no celebramos

Creíamos haberlo visto todo: fuegos artificiales sobre las cabezas de la Policía, abrazos a modo de símbolo terrenal, lágrimas de un equipo convertido en algo más que la suma de sus partes, la posibilidad de ser una isla blanca reunida en la baldosa de la plaza de Cibeles con su mar de cuerpos a la una. Después llegaba la noche mezclada con el ruido de los cafés sobre la barra… hasta que la posibilidad se impuso con el gesto de la certidumbre enmascarada. Desde entonces, el misterio nos acompaña a todos porque a todos nos ha tocado vivir el tiempo de celebrar que no celebramos.

Y es que ahora la consecución de un título se festeja en casa, con la familia y algún amigo en paro, aunque también con la comunidad ausente y presente, a solas con nuestra consciencia y la certeza de que el orgullo prescinde de grandes manifestaciones y banderas. Simplemente ofrece una nueva oportunidad a la conciencia, algo de cuerda, quizás un brindis. Y las bocinas forman parte del recuerdo, como la chica de ayer y aquel Ramos de nariz aguileña.

Lo mejor de esta nueva estación es que no hace falta que nos guste el fútbol porque de lo que se trata es de sentirse bien por obra de la felicidad ajena, aquella que es importante porque no nos toca y al mismo tiempo es propia. Resulta que a veces el arcoíris es blanco, otras azulgrana y casi nunca rojiblanco, pero todos ellos conducen a una resaca, a un momento compartido, a una derrota prorrogada. Y durante unas horas este Madrid olvida la desgracia del fútbol sin público, de la vida a medio gas.

Ilustración: https://www.felixdiazescauriaza.com