Los días de fiesta para mí son los más tristes. Algunos paisanos se disfrazan, ocupan las aceras y los parques dejando tras de sí un rastro de claveles blancos. El rojo late en sus solapas, vuelo de lunares, se baila en torno a pasodobles que resuenan por encima de torres, nubes y madroños. Madrid en San Isidro bien vale un lunes que es domingo. Abro los ojos y miro una ciudad que no me pertenece. Se diría que la gente disfruta estando aglomerada, sonríe sin cosas en la boca, va cerca del río a refrescarse y ver pasar su curso, con el día, la tarde y más tarde la noche en Las Vistillas. Cuestión de intimidad la de la masa.
Queda claro que un día de fiesta ha de pasarse o borracho o bien acompañado, de lo contrario parece una plaza de toros o un parque de atracciones cerrado por pulgones. Sería mejor tener un gato a mano para acariciarlo, intercambiar tristezas y misterios y, sin querer, observar su movimiento hecho distancia, la misma que recorre los pasillos de mi casa. Sí, un gato, un boxeador o un león hambriento. Todo muy castizo. Y está esa cosa de saber que, al otro lado, lo están pasando bien. Siempre me quedará el zoo, pichi, siempre.
Si lo pienso bien, todo es una cuestión de «tener que», así que mejor celebrar el martes porque sí. Ahora los miedos hacen fila delante de mi casa, como si hubiera un comedor social y una estrella errante detrás de la puerta. Me imagino que todos los que festejan ahora tendrán que despertarse hoy, antes de irse a dormir y de la vuelta al trabajo tras un puente. Ay. Entonces sonrío por triste, resto a la bestia que hay en mí, riego las plantas con la esperanza de que pase rápido. Y pasa lentamente.

Ilustración: Guy Billout