De la inutilidad de los hombres

El cine como revelación. Parece que necesitemos mirar una pantalla para ver la realidad. Toda la vida entre hombres, hombres cargando con el peso del mundo, hombres que hablan alto, hombres que se cagan en Dios, hombres y más hombres. Pues bien, en «Cinco lobitos», lejos de Madrid y más cerca del mar, sin juicios ni señalamientos, se obra un milagro cotidiano: los hombres, en general, son unos inútiles.

Entiéndase inutilidad como cualidad de lo inútil, talento para parecer un mueble dentro de casa. Porque los hombres han dado forma a un mundo parido por mujeres, una obviedad que muchos olvidan. Ellas, jóvenes y viejas, preparan la comida y dan de mamar, tejen vínculos, asumen la pérdida de sus carreras en un gesto de amor tan fiero como humano. Por supuesto, se trata de una decisión consciente. Quizás, por esa razón, ellos prefieren ausentarse. Las tareas nunca tuvieron género. Y, sin embargo, lo tienen.

Hay hombres que colaboran, aunque lo intentan menos. Se retratan al caminar alrededor del parque empujando el carrito con desgana. Al llegar a casa, entregan el paquete sabiendo que hay una madre agotada al otro lado. Los niños están hartos de explicarles las cosas a los hombres. Por eso lloran. Todavía hay hombres que no son padres a pesar de tener hijos y, algún día, habrá madres con la ayuda de hombres llamados padres. Entonces, una película tan maravillosa ya no será tan necesaria.

Del puto Brad Pitt

Están los hombres, pausa; luego está ÉL. Se llama Brad Pitt, tiene la edad de mi abuelo antes de morir y es, sin lugar a dudas, la criatura en conserva más hermosa del mundo. Y es que Brad va en contra de toda lógica. También de la vida y de su ritmo. Mientras los demás nos deshacemos, este rubio de bote renace cada año, como si la belleza estuviera a expensas de velas, divorcios y gravedad. Nadie lo entiende. Podría deberse a la genética, a su pecho de Oklahoma, ¿toxina botulínica? Chorradas. Brad Pitt representa el amor en la Tierra. Y eso nunca pasará de moda.

Es complicado mirarle y no sentir envidia o una necesidad irrefrenable de arrastrarlo a una cama, cerrar la puerta con doble vuelta e ingerir la llave. Normal que haya tenido seis hijos… Porque Brad —hay confianza— es esa esperanza a la que aferrarse, una muestra del envejecimiento made in USA que golpea al español medio con su mirada libre, más serena, más verde. Sí, la juventud es todo menos ciega, de ahí que la presbicia no impida disfrutar de él en una sala a oscuras, en un baño. Siempre nos quedará Brad Pitt, siempre.

Cuando sea mayor quiero ser Brad Pitt de viejo. También quiero su pelo, ese pecho sobre un tejado, quiero esas orejas chiquititas, esas arrugas de cirujano, esos labios en los que anida el colibrí. En el fondo, mirar esta fotografía me acerca a mi propia muerte y lo que es aún peor, a la muerte de casi todas mis aspiraciones. Con Brad se entiende que el antónimo de la belleza nunca sea la fealdad, sino la indiferencia. Y está bien que, por una vez, nadie la sienta al mirar a los ojos de un hombre solo, triste, inalcanzable. Brad, te amo.

Rubia

Rubia por tener pelo rubio en la cabeza. Rubia tonta, diana de los flashes. Rubia sin serlo, rubia como los ratones blancos, en una jaula, en la pantalla. Rubia que aspira a ser amada, actriz en serio a pesar de una belleza dolorosa, de todas las eras, Marilyn crucificada. Rubia con demasiado peso dentro de los ojos. De ahí a los labios, luego a un lunar con la forma del mundo que nunca supo verla. Si lo hizo fue en un descuido, diamantes en los charcos. Su recuerdo late en nuestra anatomía, en cada poro de Ana de Armas, en el alma a la que aspira un Hollywood de saldos.

Rubia siempre menos dentro de los sueños. La boca llena de palabras, de esperma, de hombres con olor a óbito y sexo. Rubia en un vestido de crepé levantado por el viento entre las rejillas de la acera. ¿No es delicioso? Lo eras, lo seguirás siendo, tú, rubia, icono de bragas de algodón y voz con mucho aire. Maniquí, lágrimas, sonrisa de Glasgow, siempre sola estando bien acompañada. Y un cometa de sangre impactó en tu vientre. Fantasía de arena, de acero, de objeto a órgano sexual sin despeinarse.

Rubia en vaso corto con botes de barbitúricos sobre la mesilla. Mujer antes que Norma, niña sin padre, revolución y farsa de todo lo que arde. Monroe de familia materna, tres horas de interpretación al día, una de esgrima y milagros a cada segundo. Rubia porque quiso, rubia de ambición extrema, rubia de Netflix y un tiempo en sepia, futuro. Rubia que creó a todas las rubias, rubia que duerme con los pies fuera de la cama. Rubia de Óscar, rubia por los siglos de los siglos, rubia nuestra, rubia cubana, muerta, viva siempre.

Juan Diego, el maestro sin apellidos

Nadie tiene muy claro quién es. Tampoco el papel que le ha tocado interpretar, ni en el proscenio ni en la placenta de los días. Por eso, Juan Diego, un sevillano de voz de yunque a punto de fundirse decía que «dentro de mí está ese hijo de puta y ese homosexual y ese nudista y ese comunista y ese tipo amable y ese violador. Dentro de nosotros está todo lo bello y lo hermoso, todo lo horrible y despreciable».

Quizás por esa razón su ausencia pesa tanto, moja, porque, a veces, los actores se olvidan de la vanidad y transmiten historias, nos cuentan en ellas siendo otros, interpretan el difícil arte de comunicarse sin intermediarios. Después hay un director cansado que grita «¡corten!» y un actor sin apellidos, con carnet y una pistola lanza un obituario al aire: en Rusia nieva y borracho se está mejor que sobrio.

Resulta que Juan Diego era su nombre, de ahí que los apellidos los aporten Landa, Fernán Gómez, Pávez, González, Rabal y el resto de una estirpe que, poco a poco, va dejándonos un poco más solos, un poco más perdidos. No puede haber gente más triste que nosotros hoy, eso seguro. Descansa en paz, Juanito, te llevas a la tumba una parte del cine que nos queda en la retina y tu memoria.

Cuidar, respetar, honrar a los viejos

Esos viejos en sus pieles flácidas, de cauce seco, instalados en recuerdos como pupitres al fondo, en sillas de ruedas. Esos viejos a los que se aparta por viejos y mayores. Esos viejos. Porque la novedad manda y ordena, recluye a los pasados a un ángulo muerto a su pesar. Ellos son vida que queda y quedó en alguna parte, que todavía mira hacia lo que nos falta de futuro. Precisamente ahora, con el escaparate del cine concentrado en una hostia, en sus machos y en aquello que nunca debe hacerse, y menos por amor, vuelve Liza Minelli. Lo hace sin haberse ido, envuelta en sus ojos de tormenta y camerino, en canciones que, precisamente por ser clásicas, suenan a recién hechas.

A ella le encomiendan la categoría más importante, claro, la de mejor película. Duda, se desorienta unos instantes porque ya vive encontrada en todo lo vivido y lo que nos hizo soñar. Entonces Lady Gaga, un mito que versiona al mito, la observa con ternura, principio de toda admiración. Liza duda. Gaga se inclina. Liza mira a cámara. Gaga mira a Liza acercando la mirada. «Te tengo», dice la rubia. «Lo sé», responde la azabache. El ganador no importa. Acabamos de presenciar uno de esos milagros cotidianos. Y de pronto, el mundo es un lugar menos hostil, precisamente porque es fósil.

En la vejez está la recompensa, por eso a los viejos se les cuida, se les respeta y se les honra. Viejos.

De cómo una hostia acabó con los Oscar

A veces las cosas se tuercen. De repente, un hermano se mete con el pelo de tu mujer y tú reaccionas dándole una hostia frente a una audiencia blanca a la que nunca le interesó la gala de los Oscar y mucho menos la categoría a mejor documental. El gesto —demostración abstrusa de confianza y poder marital— pasará a la historia un rato mientras el cine queda reducido a un iPad lleno de huellas, las mismas que ahora manchan la mandíbula del presentador. ¡Qué cosas! Una vez más la realidad empeora la ficción, porque los sueños fueron de celuloide una vez y en 2022 las estrellas se pegan en directo.

Pero no hace falta irse hasta ese extremo para cambiar el curso de un tiempo que parece abocado a la incomodidad, el machismo y la cancelación. Poca broma con casi todo y nadie tomándose en serio las historias, realidades paralelas capaces de mejorar un día a día con extrañas similitudes con la entrega de los premios más importantes del cine de acción. Menos mal que Jessica Chastain nació para reinar y hacernos pasar el mal trago, amar, recuperar la fe en un dios que tiene que ser mujer sí o sí.

Gracias a esta edición los calvos están bien representados en Hollywood, de la misma forma que Jonny Greenwood no necesita premios que lo avalen como uno de esos músicos necesarios para una vida digna. Mientras tanto, todos opinamos, elaboramos teorías que nos permitan arrojar pelotas de luz sobre un mundo raro, cada vez más achatado por los polos y que, sin querer, se va preparando para el final del cine tal y como lo conocimos. El honor, en cambio, se mantiene intacto.

Ilustración: Guy Billout

De Javier, de Pe y los envidiados

Cuatro compatriotas en los Oscar de este año, ¡cuatro! Casi todos celebran la nominaciones de Alberto Iglesias y Alberto Mielgo. En cambio, una parte del corral, más o menos la mitad, descarga su malafollá contra Javier Bardem y Penélope Cruz. En ese gesto inútil se concentra nuestro mayor pecado de proximidad: la envidia cargada de complejos, o sea, la española. Si no hubieran nacido en Las Palmas y Alcobendas habría que alegrarse (a la fuerza) por el éxito de lejos, cuanto más mejor. Sin embargo, la pareja remueve algo que nada tiene que ver con su talento. De ahí que por estos lares sea envidiable eso que es bueno.

La razón se suele atribuir a la desconfianza y el resentimiento crónico, aunque ambos cuentan con gran aceptación en, por ejemplo, Francia e Inglaterra. Tanta belleza, tantos ingresos y ese deje de izquierdas… ¡imperdonable! Sí, pero aún escuece mas su triunfo sin trampas, antónimo de medrar, ascender a base de humo y pelotazos. Si «juzgamos» su trabajo en la pantalla —de ahí la nominación—, no hay más remedio que rendirse a la evidencia y darles Goyas, Globos de Oro y sobre todo las gracias por poner un país de pocos en la galaxia cinéfila.

Entre tanto revuelo ante el trabajo bien hecho, olvidamos un detalle importante. Los actores dependen de los demás para desempeñar su oficio: un teléfono que suena cada vez menos, personajes destinados a ser fotogramas y emoción, aquel casting que lo cambió todo. Quizás pensar en ello pueda ayudarnos a discernir al ciudadano y sus circunstancias del personaje que interpreta ese sueño de cine. Ahí, lejos de la furia y por una vez, estaremos todos de acuerdo. Sois maravillosos.

Adagio para Paul Newman

Auscultar a Paul Newman tiene algo de mágico y doloroso. En ese perfil, griego y por lo tanto americano, se concentra toda la belleza de la que el ser humano es capaz. Con Paul empieza y acaba el canon que une en dos iris al hombre profundamente mujer (por lo de ser indomable) y a la mujer que se apiada del Newman cuando suda. Entre medias, todos los géneros, incluido el western. Extraño, como raro es que siga siendo referente ahora que celebraría 97 años y un día, tiempo de reflexión para asimilar esa mirada de miradas, esa mandíbula que derrite glaciares e infiernos.

Cara, percha y cuerpo fueron su cruz durante décadas, también la razón de que quisiera esconderse y esconderlos, preservando al icono en un líquido amniótico lejos de las garras de la moda. En vida poco le importaban estas cuestiones de revista. De ahí su ardor por la velocidad: «las carreras las gana el más rápido», decía con un casco sobre la calavera. Él terminaba segundo, sin embargo los pornofilos cuestionábamos la trayectoria del perdedor. Eso y nuestra orientación sexual.

Si la inmortalidad existiera bebería en un vaso de caña y miraría a la Taylor lejos de un tejado de zinc, mejor frente a un acantilado. De hecho, Paul es inmortal y a las pruebas me remito. Por eso lo celebro soplando velas estando vivo y muerto. Cuando aún rodaba, mis vecinas me hacían la misma pregunta: ¿a qué huele Paul Newman? Yo respondía que a madre, a hijo con camisa vaquera abierta y a espíritu libre. Es así como recuerdo algo imposible de corroborar, es así como me enamoré de un actor, de un hombre, del hombre. Aquí mi adagio para todos ellos. Han vuelto y volverán siempre.

Ilustración: el tío más guapo de la historia

Scarlett Johansson

En Manhattan, Nueva York. Hace 37 años. Así que felicidades, Scarlett. Desde entonces te hemos escuchado crecer, también visto y adorado. Sobre todo esto último. Porque algunas veces —normalmente cada siglo— aparece una actriz que encarna a todas las mujeres en una, como si de alguna forma extraña los personajes confluyeran en una boca, y por ende en las fantasías nunca resueltas de hombres y mujeres. Y es que los primeros quieren ser como ella para saber cómo se sienten siendo diosas y las segundas aborrecen los cuentos de hadas, aunque ella exista.

Esto en lo que se refiere a lo que brilla. En el recuerdo y los fotogramas queda la mocosa con ojeras, la de la perla y otras piedras de olor, el punto de partido y su revolcón entre trigales, las luces de Tokio en aquella pupila con vistas a la soledad, su voz de autómata rota sacando a Joaquin Phoenix de la tristeza en línea… en definitiva, toda una vida vivida a través de sus ojos y los de los espectadores clavados en ella.

Resulta que hay actrices así, concebidas por una mente superior que, con el empujón de la genética, resultan convincentes interpretando a la Rebecca de «Ghost World» y a una superheroína de gatillo fácil. Da igual, siempre interesante, un poco de periferia, inalcanzable. En ese sueño que es el cine imagino que le rozo un hombro en un descuido, que ella ignora el gesto culpable y se aleja caminando por una calle cualquiera de una ciudad cualquiera, dejando tras de sí una bandada de pétalos. Quizás algún día… y por eso hoy cumple años. Lo sé, no es el regalo que querrías, tú eres el mío, el nuestro. Happy birthday, Escarlata.

«Dune» salvará el cine

Volver a un cine después de casi dos años tiene su épica, como si de pronto una especie en peligro de extinción desplegara su plumaje 4K en una pantalla-luna. Es en ese espacio, un poco sombrío, un poco palomitero —olvídate de la manta, el gato y el portátil— donde tiene lugar la epifanía. Y no porque el argumento te eleve por encima de la arena, ni siquiera porque se trate de una producción milimetrada y por tanto tibia, sino porque la película resuena en la dermis durante dos horas y media, al regresar a casa, intentar conciliar el sueño y caer en la cuenta de que la realidad, eso volcánico de todos los días, contiene gente malvada y calva, su propio planeta seco y cientos de gusanos que lo engullen todo, selvas, vidas propias y seres de lejanías. Si sólo te conformas con eso cuando compras una entrada entonces tienes que verla. Bueno, y porque sale Khal Drogo.

Y es que de alguna forma, necesitábamos comprobar que algunas experiencias viejunas (lo son porque implica hacerlo en grupo y pagar con tarjeta) todavía encuentran acomodo en la fase de la distancia. Érase una vez el cine así, emociones y gestos al ritmo de un compás sobre el pecho del espectador, ahora un sueño dentro de otro sueño hecho imágenes. Creímos que la vida era una película, hasta que nos topamos con una certidumbre: nunca quisimos que lo fuera y ahora que llevamos tanto tiempo alejados de nosotros mismos rendimos cuentas al presente.

Cuesta imaginar un mundo desprovisto de Kinépolis, los Verdi o los Renoir, mucho más que una calle sin quiosqueros o una peluquería sin el ¡Hola! Lo llaman presente o futuro, ¡yo qué sé! y, sin embargo, esta nueva versión del libro de Frank Herbert sirve para recordarnos que el cine es un invento del demonio, cuatrocientas butacas llenas, luz al principio del túnel, la única mentira irrenunciable, una de las pocas maneras de afrontar el miedo a oscuras. No os la perdáis, os cambiará. Palabra de «Dune«.

Ilustración: Wolf and Rocket