Auscultar a Paul Newman tiene algo de mágico y doloroso. En ese perfil, griego y por lo tanto americano, se concentra toda la belleza de la que el ser humano es capaz. Con Paul empieza y acaba el canon que une en dos iris al hombre profundamente mujer (por lo de ser indomable) y a la mujer que se apiada del Newman cuando suda. Entre medias, todos los géneros, incluido el western. Extraño, como raro es que siga siendo referente ahora que celebraría 97 años y un día, tiempo de reflexión para asimilar esa mirada de miradas, esa mandíbula que derrite glaciares e infiernos.
Cara, percha y cuerpo fueron su cruz durante décadas, también la razón de que quisiera esconderse y esconderlos, preservando al icono en un líquido amniótico lejos de las garras de la moda. En vida poco le importaban estas cuestiones de revista. De ahí su ardor por la velocidad: «las carreras las gana el más rápido», decía con un casco sobre la calavera. Él terminaba segundo, sin embargo los pornofilos cuestionábamos la trayectoria del perdedor. Eso y nuestra orientación sexual.
Si la inmortalidad existiera bebería en un vaso de caña y miraría a la Taylor lejos de un tejado de zinc, mejor frente a un acantilado. De hecho, Paul es inmortal y a las pruebas me remito. Por eso lo celebro soplando velas estando vivo y muerto. Cuando aún rodaba, mis vecinas me hacían la misma pregunta: ¿a qué huele Paul Newman? Yo respondía que a madre, a hijo con camisa vaquera abierta y a espíritu libre. Es así como recuerdo algo imposible de corroborar, es así como me enamoré de un actor, de un hombre, del hombre. Aquí mi adagio para todos ellos. Han vuelto y volverán siempre.

Ilustración: el tío más guapo de la historia