Nos meamos en el día de los Santos Inocentes

Ya no tenemos el chichi para farolillos y mucho menos para inocentadas. Así, la tradición que comienza con una matanza de niños menores de dos años en Judea se convierte —por obra y gracia de una pandemia— en la mañana del «anda, hijo; estate quietecito de una puta vez». En 2021 tirar bombas fétidas en el portal, señalar y gritar «gordo inocente» al amigo gordo e inocente y recortar monigotes con unas tijeras para diestros provoca pocas carcajadas. Seamos honestos, ¿a alguien le gusta que le gasten bromas? Es más; y si a nadie le gusta, ¿por qué empeñarnos en celebrar el día internacional del escarnio? Entonces uno piensa en la diferencia entre hacer reír y hacer burla para hacer reír. El humor evita la sangre, aunque moleste; la mofa se ceba siempre con los débiles.

Anda tan caldeada la cosa que incluso por la calle hay menos sitio para practicar ser «hijoputa». Es más, los niños —ajenos al fin del mundo y esas cosas de mayores— juegan con pelotas de goma que hacen ruido de petardo al impactar el suelo. Corren sin cansarse, asustan a las viejas, llevan al límite a unos padres que reniegan de sus vástagos. Mientras tanto, varios perros dan vueltas en busca de su cola y enfilan una salida al sufrimiento, quizás una ventana. ¡Inocentes!

Entonces llega una señorita con un abrigo blanco y mullido y les dice que eso que están haciendo no está bien. Los niños le preguntan por qué. Entonces la señorita del abrigo blanco y mullido se inclina ligeramente y les explica. Los niños se miran con extrañeza. Llevados por la fuerza de la razón guardan las pelotas en los bolsillos de sus cazadoras. Uno de ellos, el más alto, se encoge de hombros y camina sobre las hojas extendidas sobra la acera, inventa un nuevo juego a pesar de las ganas de hacer pis. Y el mundo entero se mea en el día de los Santos Inocentes.

Ilustración: www.morganharpernichols.com

La guarra del instituto

Todos los institutos han tenido una guarra. En esa balsa de fiebre adolescente, y como si de una atracción turística se tratara, siempre hubo una Patricia, una Inés o una María —ningún Javier—, sinónimos de estigma. Más mujeres que chicas en una edad en la que se desayuna gominolas hacían lo que el resto nos atrevíamos a imaginar, ¡oh, error imperdonable! Así se comentaba la largura de su falda y sus conquistas, en parte porque a eso se reduce la vida hasta bien entrada la falta de memoria y porque la condición humana lapida a aquellos que logran antes que nadie las aspiraciones de la mayoría… y más si son mujeres. ¿Y cuáles son esas aspiraciones? Hacer lo que nos apetezca con quien nos apetezca, es decir, una condena para ellas.

Recuerdo mirar a X con la admiración del que creía que hacerse una paja consistía en meter una espiga de trigo por el agujero hasta que diera gusto. Ella, por su parte, me ignoraba, se montaba en una moto enorme con un chico barbudo y volaban juntos. «Ahí va la guarra», decía algún imbécil envuelto en una nube de humo. No todos hablaban de ese modo, sin embargo a nadie se le ocurría censurar el adjetivo, ni a los de mi clase, ni a los del B y mucho menos a los que pronto irían a la universidad. La mugre sale con dificultad y «las mujeres no nacen mujeres, sino que llegan a serlo». También en 2021 y sin Simone de Beauvoir en los platós.

Todas estas chicas eran guarras antes que hijas, hermanas o estudiantes y su mundo, capital o pueblo, se encargaba de recordárselo en las capillas y los juicios de la calle. Si intercambiamos ese instituto ficticio y redundante de mi infancia por las redes sociales encontraremos la misma bilis, idénticos comportamientos y dianas, como si el progreso implicara un flujo de información desprovisto del conocimiento que importa. A veces, el hábito es un cable tan enredado que asfixia el tiempo en el que fuimos reyes durante un día, necios toda una vida.

Ilustración: Giulia Pintus

Gente que sonríe al mirar el móvil mientras camina

Ahora que la vida comienza a recuperar su bullicio y la mascarilla ya sólo representa el peligro limitado al interior, irrumpen las caras; y con ellas ciertas costumbres de la calle. Hay muchas, una reina: gente que sonríe al mirar el móvil… mientras camina. Pero no se trata de un gesto cualquiera, sino más bien de una mueca perfectamente intercambiable entre viandantes de doce a cuarenta y pico años. Ahí están ellos y ellas —me incluyo los días de paga—, agentes del caos cortocircuitando el flujo natural de las aceras, y todo al tiempo que muestran piñata y acercan la nariz a la pantalla. Pero ¿por qué sonríen si andan perdidos en el Whatsapp?

En principio podría ser que reciben mensajes divertidos, alguna foto-video-GIF de su versión más humana marchando por la calle sin el iPhone, anacronismos que les vuelve tiernos y por lo tanto seres felices. Descartado. Quizás se deba a que la cercanía de la muerte inspira la sonrisa, una manera de asumir el fin por atropello o el impacto contra una farola como la mejor manera de despedirse del mundo virtual —el otro hace tiempo que desapareció—. Tampoco cuadra.

Tras varios días de intenso debate y extrañamiento por la epidemia del rictus (muy agradable por otra parte) se impone la razón. Cuando uno mira el móvil en movimiento reduce la velocidad de paso, anda como un zombie, se rebela contra una sociedad idiotizada por los luminosos y los edificios altos, por fin se conecta con los suyos haciendo desaparecer a la inmensa mayoría nazi. Sucede que todo dura lo que dura el gesto y, al volver a caminar erguido, vuelve el mohín, ese de la realidad fuera de los márgenes del móvil. Ahora se sueña de esta forma, y uno echa de menos hacerlo dormido, quizás durmiendo.

Ilustración: http://www.nhungle.com

Por fin el toque de queda nos hace europeos

Ya veníamos calentitos desde marzo y ahora, en vísperas de nuestras primeras Navidades brindando vía Zoom, nos cambian la hora para convertir el día en una extensión de las tinieblas. Para más inri y en línea con todo lo que acontece en este mundo sincronizado (por defecto) y de psiquiátrico, hay indicios claros de una conspiración. Pero no una vinculada a la dominación 5G o al control de unos urbanitas sin planes ni puentes, sino más bien a un intento de obligar a los españoles, esos electrones libres que gritan al hablar, cenan a las once y pasan de hacer cola, a ser europeos de una puta vez. Y es que o se decretaba un toque de queda por las malas o aquí todo dios seguiría comiendo pipas y tirándolas al suelo hasta el advenimiento de la vacuna.

Bien pensado y como experiencia novedosa, adoptar ciertas costumbres muy arraigadas en otros países puede molar. Sobre todo si este cambio temporal en las aperturas y cierres implica también renunciar para siempre a los toros, dejar de mear en las puertas de las casas y seguir utilizando aceite de oliva para enjuagarse los dientes. ¡Cosas más difíciles hemos conseguido como nación! Para empezar ser incapaces de destruirla… a pesar de llevar siglos intentándolo.

Decía Julián Marías que «España es un país formidable, con una historia maravillosa de creación, de innovación, de continuidad de proyecto… Es el país más inteligible de Europa, pero lo que pasa es que la gente se empeña en no entenderlo». La gente se refiere también a sus nativos. Quizás este momento de alarma y oscuridad nos ayude a percatarnos de que, aunque parezca imposible, podremos acostumbrarnos, hasta la primavera, a ser algo más que nosotros mismos. Cuando termine lo celebraremos como españoles y la luna, sea lo que sea que eso signifique.

Ilustración: George Greaves

¡Viejos y jóvenes, uníos!

Lo recuerdo con dificultad. Yo diría que fue hace una semana. Vivíamos en un vórtice de frenesí individual perpetuo y el estado de alerta no era más que una palabra empleada en tiempos de guerra, con sus noches en las que algunos ignoraban las estrellas y se iban a la playa. Otros, en cambio, hacían acopio de papel higiénico. Yo hablaba por teléfono con mi madre y me contaba que seguía saliendo a comprar el pan y el periódico.

No podía entenderlo. Si el mundo se derrumbaba, ¿por qué los jubilados, con edades comprendidas entre los sesenta y cinco y los noventa y más allá, se resistían a variar sus costumbres, frenar de golpe el paseo diario y la partida con los colegas? Resulta que a los mayores no solo les cuesta más levantarse de la cama, sino que esquivan el cambio, se aferran a lo malo conocido, al mismo desayuno con pan blanco y al día a día convertido en extensión del dominio de lucha.

Los más jóvenes, si es que de verdad lo son, representan la metamorfosis semanal, la adaptación al medio hostil, la incertidumbre y la imaginación al poder, y ahora viven como los viejos, confinados y en pijama, echando partidas en grupo al Fortnite y olvidándose del Tinder porque en el tiempo de descuento lo de follar como que cuadra menos. Y lo veo claro: nunca los adolescentes se parecieron tanto a los octogenarios. Es en la mezcla de los dos donde se encuentra la esperanza.