Decía Ángel González que «para cumplir un año hace falta morirse muchas veces mucho». Eso sin duda tiene mérito, sobre todo cuando uno rebasa la edad legal y comienza a preguntarse para qué sirve marear al Sol, más allá de la vida que permite este gesto tan ignorado. Porque el día de tu cumpleaños te invaden sentimientos a la contra, todos. Por un lado puedes compartirlo, aunque la opción de rebelarte como una folclórica es tentadora. Queda terminantemente prohibido añorar el pasado, sea el que sea, porque ahí comienzan los problemas, naciste. Mejor levantar la cabeza, dar las gracias y seguir creyendo en lo bueno por encima de la verdad. Entonces los años cuadran.
Cierto. Estos mecanismos pueden ser percibidos como una manera burda de aguantarse en el tiempo. Su paso implica pérdidas de orina y amistades que yacen bajo un montón de tierra húmeda. Un día como este —nada especial porque cada día implica cumplir y deshacerse— sirve para darnos cuenta de que aún conservamos lo una vez amado, lo que amamos y, muy probablemente, seguiremos amando a pesar de que se nos descuente el cuerpo: amigos, familia, algún animal de compañía y el sonido del viento.
Sucede con hacerse mayor, que uno olvida lo malo dentro de los números, su macabra exactitud para explicar el mundo. Sorprende aún más el comprobar que cuanto más viejos menos sabios, como si haber visto cosas que otros no creerían nos reafirmara en nuestro desconocimiento absoluto de lo que somos o vimos en la gran pantalla de los longevos. Fue por casualidad. No hay pastel, ni velas, ni siquiera sorpresa envuelta en papel de regalo. Levantas la cabeza y te das cuenta, una vez al año, de que estás rodeado de otros que te quisieron, y te quieren bien porque estás vivo. Y se te olvida la muerte.
