Cerró las ventanas hinchando los pulmones. Las cortinas fueron migas en el aire. Se apagó la calle Atocha al otro lado. Cualquier lugar puede ser el centro de la Tierra, una habitación cercada por una vela que convierte esquinas en arena, un colchón. Entonces me pidió que me tumbara. «Aquí, entre mis piernas. No, tonto, de espaldas». Obedecí. A veces, uno se pierde en la penumbra, en la piel del otro, reflejo de aspiraciones fieramente humanas. Sus dedos en mis sienes, el movimiento concéntrico, lento, sin despertar a los pájaros. Resulta que el dolor prolongado otorga dignidad, la de los viejos. Con ella, la idea de que solamente el placer nos hará felices cuenta mentiras.
Disfrute y fruición, búsquedas de euforia y material idílico… todo eso sirve si cerca, agazapado, hay un contraste. ¿Por qué deseamos lo que deseamos? Porque podemos perderlo, incluso algo peor: olvidarlo. Con la aflicción y el desgarro se construye el vínculo que nos une a la realidad, la de los días y su afán, más aún cuando la pena mengua y recompensa con momentos cotidianos con fondo y forma de milagro. Esos dedos fueron una ofrenda que pudo pasar desapercibida en circunstancias más favorables. No es el caso, sino el tacto.
La pena sin mitificar se parece a una meditación sin gurús cerca. Nos hace conscientes del hueco que ocupamos en el tiempo, de la falta y el latido. Si hemos sufrido reconocemos el otro lado, vivimos lejos de las pantallas, de ahí que apreciemos un rastro de hormigas o la voz de Sade cerca, muy cerca. Luego están ellos, los amigos que preguntan, una hermana, madre con voz de preocupada y mar al fondo, raíces a salvo del incendio. Vuelvo a esa habitación mirando el techo, o ella vuelve a mí observándome desde lo alto. Entonces agradezco con más fuerza el hecho de seguir, aquí y ahora, todavía. Será porque ya duele algo menos, será por esos dedos mientras el mundo gira, gira y gira.
