¡Vete al médico!

«¡Vete al médico!» Con esta gracieta de desubicado, nuestro estado anímico roza el estatus de política. De repente, ir a terapia no es ni estigma ni vergüenza. Bueno, al menos en la camiseta de Errejón, pero parece más cercano el día en que desterremos de una vez la vieja creencia —alimentada por los gurús de la autoayuda— de que «en nosotros y sólo en nosotros reside el poder de ser aquello que deseamos». Resulta que, ahora y más que nunca, es mentira y por esta razón la tristeza, la depresión y el miedo a la muerte ganan terreno en la espiral de pensamientos. Un dato: en España se suicidan 10 personas cada 24 horas y, en el primer semestre de 2020, las enfermedades mentales fueron la sexta causa de fallecimiento.

Más allá de la cuestión de clase que nos impone desde niños la necesidad de ser útiles, generando grados de inferioridad en función de nuestra aportación a la sociedad y al PIB, cada vez es más común sentir esa apatía entre los amigos, las pocas ganas de salir a la calle, o incluso levantarse. Los libros permanecen cerrados o cuestan y la música vuela bajo porque, ¿quién quiere viajar con la mente cuando perder a algún familiar cercano se convierte en hábito?

Bueno para nada, otra mudanza y ya van tres este año; desconectado de mi círculo de íntimos; en los márgenes del mercado laboral y sin derecho a una identidad propia; hola, desesperación, adiós a la independencia económica; inestabilidad y la promesa de otro verano sin festivales… Cada uno se castiga a su manera, de ahí que la depresión y la apatía formen parte de nuestro paisaje diario, en casa y el hemiciclo. Hablar de nuestros miedos sin ansiedad, con un terapeuta o alguien que nos acaricie el dorso de la mano es un gran paso. Resulta que podemos ser felices, incluso cuando no vemos salida.

Ilustración: Matt Blease

Brad Pitt

Brad. Pitt. Cualquiera que se haya atrevido a pronunciar esas dos palabras en las últimas tres décadas habrá experimentado algo en su interior, una mezcla de burbujas en una cazuela, lava volcánica, caballos salvajes al galope y algo parecido a la incertidumbre. Si eres heterosexual pondrás seriamente en duda tu orientación. Por el contrario, si eres homosexual no podrás evitar mirar de reojo a tu pareja y preguntarte en qué demonios estabas pensando cuando decidiste tener un proyecto de vida con un simple mortal sabiendo que, en alguna parte de Beverly Hills, se esconde un espécimen al que no le huele el aliento por las mañanas. Porque admitámoslo: Brad Pitt es Aquiles en el Carrefour 24 horas de Lavapiés, es decir, un dios con las debilidades de Errejón.

Y sucede que posee la receta para ser extremadamente bello aunque no cursi, el eterno rubio desprovisto de la pereza del peroxidado, fausto y dueño de dos ojos azules tristes, tristes azul Capri con anticiclón, el único homínido en la galaxia harto de copular con Angelina, actor de 8½, buen exmarido, mejor bebedor, dotado de una cabellera pluscuamperfecta que brilla en el crepúsculo de sus días y en la oscuridad de los nuestros, un tío de Oklahoma capaz de quitarse la camiseta con cincuenta y seis años y conseguir que las adolescentes se olviden de Maluma durante quince segundos.

Ahora que el misterio ha desaparecido por obra y gracia de la tecnología, que las celebridades posan sin maquillaje porque la belleza es una invención al alcance de cualquiera, es el momento de abrir la boca, separar la lengua de los incisivos inferiores y pronunciar el nombre del hombre que todos quisimos ser. Brad. Pitt. Me. Corro.