Brad Pitt

Brad. Pitt. Cualquiera que se haya atrevido a pronunciar esas dos palabras en las últimas tres décadas habrá experimentado algo en su interior, una mezcla de burbujas en una cazuela, lava volcánica, caballos salvajes al galope y algo parecido a la incertidumbre. Si eres heterosexual pondrás seriamente en duda tu orientación. Por el contrario, si eres homosexual no podrás evitar mirar de reojo a tu pareja y preguntarte en qué demonios estabas pensando cuando decidiste tener un proyecto de vida con un simple mortal sabiendo que, en alguna parte de Beverly Hills, se esconde un espécimen al que no le huele el aliento por las mañanas. Porque admitámoslo: Brad Pitt es Aquiles en el Carrefour 24 horas de Lavapiés, es decir, un dios con las debilidades de Errejón.

Y sucede que posee la receta para ser extremadamente bello aunque no cursi, el eterno rubio desprovisto de la pereza del peroxidado, fausto y dueño de dos ojos azules tristes, tristes azul Capri con anticiclón, el único homínido en la galaxia harto de copular con Angelina, actor de 8½, buen exmarido, mejor bebedor, dotado de una cabellera pluscuamperfecta que brilla en el crepúsculo de sus días y en la oscuridad de los nuestros, un tío de Oklahoma capaz de quitarse la camiseta con cincuenta y seis años y conseguir que las adolescentes se olviden de Maluma durante quince segundos.

Ahora que el misterio ha desaparecido por obra y gracia de la tecnología, que las celebridades posan sin maquillaje porque la belleza es una invención al alcance de cualquiera, es el momento de abrir la boca, separar la lengua de los incisivos inferiores y pronunciar el nombre del hombre que todos quisimos ser. Brad. Pitt. Me. Corro.

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