«¡Vete al médico!» Con esta gracieta de desubicado, nuestro estado anímico roza el estatus de política. De repente, ir a terapia no es ni estigma ni vergüenza. Bueno, al menos en la camiseta de Errejón, pero parece más cercano el día en que desterremos de una vez la vieja creencia —alimentada por los gurús de la autoayuda— de que «en nosotros y sólo en nosotros reside el poder de ser aquello que deseamos». Resulta que, ahora y más que nunca, es mentira y por esta razón la tristeza, la depresión y el miedo a la muerte ganan terreno en la espiral de pensamientos. Un dato: en España se suicidan 10 personas cada 24 horas y, en el primer semestre de 2020, las enfermedades mentales fueron la sexta causa de fallecimiento.
Más allá de la cuestión de clase que nos impone desde niños la necesidad de ser útiles, generando grados de inferioridad en función de nuestra aportación a la sociedad y al PIB, cada vez es más común sentir esa apatía entre los amigos, las pocas ganas de salir a la calle, o incluso levantarse. Los libros permanecen cerrados o cuestan y la música vuela bajo porque, ¿quién quiere viajar con la mente cuando perder a algún familiar cercano se convierte en hábito?
Bueno para nada, otra mudanza y ya van tres este año; desconectado de mi círculo de íntimos; en los márgenes del mercado laboral y sin derecho a una identidad propia; hola, desesperación, adiós a la independencia económica; inestabilidad y la promesa de otro verano sin festivales… Cada uno se castiga a su manera, de ahí que la depresión y la apatía formen parte de nuestro paisaje diario, en casa y el hemiciclo. Hablar de nuestros miedos sin ansiedad, con un terapeuta o alguien que nos acaricie el dorso de la mano es un gran paso. Resulta que podemos ser felices, incluso cuando no vemos salida.
