Sobre la paciencia

Estaba escrito en Google. Lunes, 12 de diciembre de 2022. 08:28. Salida del sol. Me levanté y esperé frente a la ventana. Tejados, bruma, sueño. Quería comenzar el día con el amanecer dentro de las pupilas, ese destello blanco que precede al nacimiento del mundo, acoplar el ciclo solar a mi reloj interno. Esperé hasta y media. Tuve que conformarme con las luces del edificio más próximo y una espesa capa de nubes levemente iluminada. El lunes nunca trajo sol. «Paciencia», me dije. El que tiene paciencia nunca obtendrá lo que desea.

A la paciencia siempre se recurre para evitar el daño de la espera. Esperamos más de lo imposible, horas despiertos por culpa de algo o alguien que no llega o llega cuando somos otros. Sucede con los pájaros. Sobrevuelan el paisaje desde el cielo, lejos de este amanecer sin sol ni lunes. Atraparlos implica matar un sueño libre, un sueño que al dejar de soñarse nace muerto. La paciencia como subterfugio para la esperanza. Lo lógico es que no llegue. De ahí el arte de la espera.

La naturaleza conoce la paciencia. Es más, la inventó ella. Nosotros hace tiempo que huimos al fondo de las ciudades. Quizás por esa razón fuimos perdiendo una y otra. Queda demostrado que ser paciente implica una acción hacia delante sabiendo que delante hay tejados, bruma, sueño. Entonces me alejo de la ventana. Me preparo un vaso de leche de soja con cereales. Esquivo la penumbra. Me siento frente al escritorio y enciendo la lámpara de mesa. A veces el amanecer brilla en cualquier parte. «Paciencia», me repito. Habrá que vivir, escribo.

Ilustración: Guy Billout

El jardín de los banderines

3.500 millones de años de vida en la tierra no han sido suficientes para dejarnos claro que hay ciertos símbolos patrios que, lejos de llamar a la concordia y el entendimiento, sólo sirven para afianzar nuestras diferencias más obscenas. Así y para muchos, un gesto en memoria de los fallecidos por el virus se convierte en grima por culpa y gracia de dos colores, y para otros es motivo de orgullo el comprobar como un jardín también puede sembrarse de 50.000 banderines, de unidad y de patria. Lo más curioso es que este homenaje, en principio destinado a los muertos, pone otra vez de manifiesto las frágiles costuras de los vivos.

¿Por qué en algún momento de nuestra evolución como especie decidimos encomendarnos a los símbolos en lugar de confiar a ciegas en la fuerza de las palabras y los actos? Parece más razonable destinar más recursos a la Sanidad Pública, contratar médicos y rastreadores, aumentar el flujo de trenes y autobuses urbanos, acordarle más importancia al trabajo y menos a la inversión y, una vez que se gane el pulso a la enfermedad, dedicarle un sonoro homenaje a los caídos, quizás un rugido que reverbere más allá de monumentos y nebulosas.

A pesar de todo, seguimos empeñados en vivir al calor de colores e ideas. El negro de «Black Lives Matter«, «Hacemos Eventos» y su rojo, el blanco de las sábanas recién lavadas y la orquídea… Da igual, cada uno los suyos y, sin embargo, conviene recordar de vez en cuando que «los dioses no tuvieron más sustancia que la que tenemos nosotros. Tenemos, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir». Mejor hacerlo rodeados de jardines con flores y acuerdos, banderas de carne y sangre, esperanza.

Ilustración: https://tatsurokiuchi.com/

Si Greta debería estar en el cole, ¿los demás dónde?

Nadie sabrá nunca a ciencia cierta cuándo sucedió. Simplemente ocurrió. De pronto, el medio ambiente dejó de ser preocupación vital, ese problema que afecta a 7.000 millones de personas —con algún miope de VOX quemando rueda— para convertirse en alineación ideológica y, por lo tanto, en política. Por un lado, la izquierda con sus mítines apocalípticos, esgrimiendo humos de superioridad moral. En la otra costa, lejísimos, la derecha y su mensaje de ruido y furia indiscriminada contra aquellos empeñados en dar visibilidad a la emergencia planetaria. En medio, Greta en un barco de papel, ejércitos de adultos con ojos abiertos y sus niños perdidos en un mar de plástico.

Y es que la niña enfadada ha aumentado la temperatura del debate —1,4 grados desde 1880—, y de la contaminación hemos pasado al trueque de palabras. Ahora el cambio climático es crisis, la misma que acecha nuestro bolsillo cada ocho años, quizás debido a que la mera posibilidad de llegar a desaparecer como especie es ahora una certeza (casi) ineludible. Sin embargo, los escépticos y negacionistas, ansiosos por escuchar crecer los márgenes antes que a la humanidad, no tienen ningún reparo en llamar inquisidora, puta loca o subnormal a una adolescente sueca. En ese sentido aquí no hay ni subterfugios ni eufemismos atmosféricos.

Lo mejor sería que todos esos ágrafos medioambientales regresaran a la escuela. Frente a la señorita Thunberg, desprovista de título y menor de edad, aprenderían a juntar las vocales y las consonantes, después las frases exclamativas y las oraciones subordinadas, para terminar escribiendo en la pizarra: «¡Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo!». Nos guste o no.

Julen, el niño caído que resucitó la esperanza

He pensado en Julen, el niño sin cara. Quizás sea porque no me gustan esas criaturas pequeñas pero sí algunas personas, o tal vez porque algunos días lo único que nos gustaría hacer a muchos de nosotros es cavar un hoyo y enterrarnos y, en el mejor de los casos, que alguien nos encuentre. Julen ya no existe, no tiene cara y sin embargo lo reconozco en mi cansado rostro.

Es cierto que todos los días mueren miles de niños en los paritorios, bajo las garras del hambre y la guerra, en los brazos de su madre y el fondo del estrecho, y sin embargo nadie les dedica portadas, ni siquiera un tweet, un brindis a la sombra o una última voluntad… Ninguno de ellos era Julen, ninguno de ellos éramos nosotros.

Julen es real porque ya no respira y cientos de hombres, vecinos, ingenieros, mineros, gente que mira hacia el cielo y otros que trabajan en las tripas de la tierra lo estuvieron buscando sin descanso durante días y noches, con la firme esperanza —pasada la primera semana— de que recuperarían su cuerpo ya inerte… y continuaron horadando la montaña, reventando el absceso, dinamitando el tiempo en contra.

No podemos perder la esperanza, porque si lo hacemos de nada habrá servido el esfuerzo —ese empeño en reconocer que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible pero había que intentarlo—, de nada valdrá seguir viviendo con la certeza de que lo único que nos espera es el cadáver de un niño que se desliza hasta la oscuridad por un pozo ilegal de setenta y dos metros.

Julen llevaba una bolsa de golosinas en la mano, nosotros llevamos una cerilla; a eso debemos aferrarnos.