He pensado en Julen, el niño sin cara. Quizás sea porque no me gustan esas criaturas pequeñas pero sí algunas personas, o tal vez porque algunos días lo único que nos gustaría hacer a muchos de nosotros es cavar un hoyo y enterrarnos y, en el mejor de los casos, que alguien nos encuentre. Julen ya no existe, no tiene cara y sin embargo lo reconozco en mi cansado rostro.
Es cierto que todos los días mueren miles de niños en los paritorios, bajo las garras del hambre y la guerra, en los brazos de su madre y el fondo del estrecho, y sin embargo nadie les dedica portadas, ni siquiera un tweet, un brindis a la sombra o una última voluntad… Ninguno de ellos era Julen, ninguno de ellos éramos nosotros.
Julen es real porque ya no respira y cientos de hombres, vecinos, ingenieros, mineros, gente que mira hacia el cielo y otros que trabajan en las tripas de la tierra lo estuvieron buscando sin descanso durante días y noches, con la firme esperanza —pasada la primera semana— de que recuperarían su cuerpo ya inerte… y continuaron horadando la montaña, reventando el absceso, dinamitando el tiempo en contra.
No podemos perder la esperanza, porque si lo hacemos de nada habrá servido el esfuerzo —ese empeño en reconocer que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible pero había que intentarlo—, de nada valdrá seguir viviendo con la certeza de que lo único que nos espera es el cadáver de un niño que se desliza hasta la oscuridad por un pozo ilegal de setenta y dos metros.
Julen llevaba una bolsa de golosinas en la mano, nosotros llevamos una cerilla; a eso debemos aferrarnos.
