Mi pueblo arde

Arde sobre quemado, como en un sueño con agosto por delante. El fuego bajó por la montaña, rayo a oscuras directo al centro de los días largos. La casa con el olivar al fondo, el reloj de las horas y la infancia, las noches sobre los tejados… Todo eso ya no es, quizás ceniza. En cambio, conservamos la llave de la puerta en el bolsillo, único asidero cuando todo prende. Mientras, un país con ganas de matar observa en la distancia, culpa al cambio climático del acto humano más cobarde. A base de mechero y gasolina desaparecen mapas y lo que es peor, ese tiempo de pan, chorizo y tardes a la fresca.

Porque en lugar del pueblo hay pérdida, un rastro de muerte que parece aire. Los veranos de ahora vienen con alertas y números de escala, también agua caída del cielo a borbotones. En el monte, los voluntarios limpian los rastrojos; en el calendario, el cuerpo de bomberos ya no sale. La vida sucede en la ciudad, otro fuego, así que los pequeños quedan a la sombra. Y los vecinos se consuelan con palabras huecas y sombreros de paja. Ojos de bebida fría. «Es lo que nos ha tocado vivir», dicen. Después se dan la vuelta, pero vuelven a un no lugar, el suyo. Instinto.

Lo único que importa ahora es la dirección del viento. Si se levanta habrá que espabilar, mover al ganado hasta el abrevadero. El fuego se mueve libremente ante víctimas estáticas, quemadas o con presentes y futuros ya disueltos. Las luces de las ambulancias añaden algo de color a este paisaje. Silencio ante lo inevitable: la casa de todos es un polideportivo que cuenta con las comodidades del siglo XXI. Otro helicóptero. A última hora de la España de hoy, mi pueblo es leña. Queda pendiente una vida que arde en preguntas, que arde y sólo arde.

Ilustración: Masayasu Uchida

Ávila no existe, arde

Ávila no existe y por esa razón arde. Incógnita es el misterio de las llamas. La chispa se inicia en el motor de un coche y Navalacruz Cepeda de la Mora brillan en el mapa del humo y la pérdida. «Así se consumen los veranos», dice un tonto; «papá, ¿sabes que han atropellado a un bombero, eh?», afirma el niño invisible mientras el padre graba una muralla púrpura y densa que cerca la ciudad amurallada. En la capital la vida continúa en las bombillas de los coches y las farolas, estrellas frente a un paisaje de perfil inalterable. Cambia el color y la vida de aquellos que hacen del campo su lumbre, su pan, su sueño.

El delegado de la Junta pide comprensión. Los vecinos de Sotalbo, Palacio, Villaviciosa Robledillo —los nombres proliferan a la misma velocidad que el fuego mata— regresan a sus casas a por pan y azadas, organizan la ayuda entre la angustia. Hombres sin hambre; mujeres sin nombre. Y las noticias prefieren mirar hacia otro lado, lejos del ganado convertido en ceniza, a años luz de un bañista que se sumerge en el Mediterráneo. Extraño observar la infancia quemada, imposible describir el daño. «Historia, escoria» escribía Ángel.

En días así, la puesta de sol imita a una bola de fuego y la huella del incendio continua ardiendo después de su extinción. Porque hay un antes y un después de la quema, una toma de conciencia de lo que una vez fue, tuvimos, disfrutamos que ahora es nada. Decir que estamos con Ávila suena raro. Sin embargo, reconforta creerlo. Incluso un lugar que no existe puede convertirse en el centro del mundo, al menos el tiempo necesario para apagar el fuego con agua, tal vez con lágrimas.

Ilustración: «Número 14» Mark Rothko

¿Arderán las calles?

Resulta conmovedor asistir a la escena: grupos de adolescentes limpiando Logroño después de las revueltas contra el toque de queda. Precisamente ellos, una generación no sólo privada de futuro, sino también de presente, se ven en la obligación de desmarcarse y poner el foco en un malestar social que corroe los cimientos y bohardillas de esta sociedad enferma. Y es que del cabreo y hartazgo nadie se libra, ni siquiera los que siguen llevando la misma vida, al menos hasta las 12 de la noche. La cuestión ahora, 24 horas antes de que Estados Unidos decida inmolarse o alejar la cerilla del bidón de gasolina, es saber si es posible, de seguir así las cosas, que terminen ardiendo las calles de todas las ciudades, pero no a causa del fuego, sino de las desigualdades internas.

Como siempre en estos casos, los gobiernos nacionales lanzan mensajes apelando a la unidad y el sacrificio, mantra repetido desde tiempos inmemoriales y que sólo tiene sentido en un porvenir que va a peor a pesar del tiempo. Porque las cosas pasan, pero mientras pasan se nos va acabando la paciencia y un poco también la vida. Poco importa si es la ultraderecha quien está detrás de los disturbios, o los negacionistas negados o el anarcoliberalismo trumpista con capuchas de la izquierda radical… Si no se toman medidas para reforzar la sanidad y los hábitos básicos de la población los siguientes en rebelarse serán los del Imserso.

Hay que reconocer que la imagen de miles de incendios recorriendo la faz de la tierra al caer la noche es muy potente, que incluso algunos puedan desear arder en un momento de debilidad, cuando el sueño se aleja de los párpados. Pasados esos momentos de calor a discreción la única idea a la que aferrarse, pequeños, grandes y medianos, es que es «algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta». ¡Evitemos a toda costa caer en la tentación de la derrota, invoquemos al agua como fuerza motriz del cambio!

Ilustración: caja de cerillas

De la crítica al odio

Desde hace años se repite la misma cantinela en foros, grupos de Whatsapp y reuniones de vecinos: «ya no hay políticos como los de antes». Este mantra rabioso se hace extensible a cualquier aspecto de la vida moderna con sus tomates sin sabor, sus playas de concentración o sus nuevas generaciones percibidas como una copia peor de una copia mala de otra copia… Entre tanto juicio resulta paradójico la ausencia de cualquier tipo de autocrítica, precisamente porque ésta ha sido desterrada por el odio y la furia.

Decía Baltasar Gracián en su obra «El criticón» que «aprobarlo todo suele ser ignorancia; reprobarlo todo, malicia» y, a juzgar por los hechos, hemos decidido —es de ley incluirnos a todos— optar por el vómito, saltarnos la reflexión sobre la verdad de los hechos y acomodar a nuestra visión epistemológica de la realidad aquello que se desvía de la senda, incluidos amigos de Facebook, hermanos fachas, exnovios ‘jipis’ y esa compañera de trabajo que se dedicaba a alabar las bondades de la dieta crudivegetariana.

Así es como hemos llegado a un punto en el que, debido a la infinita cantidad de datos que nos rodea —no confundir con información—, somos incapaces de mirar en el ojo ajeno, precisamente porque la viga en el nuestro es ahora una fortaleza infernal en la que nada ni nadie entra. Recordad; la guerra expone nuestra verdadera debilidad. ¡Carguen, apunten, flores!

Ardió Guadarrama, lloramos todos

Ver arder la montaña que siempre estuvo allí, en cada estación, año tras año, imponente figura de roca y cielo esculpida a golpe de tiempo sobre La Granja de San Ildefonso es una experiencia extraña, semejante a perder un amigo de la infancia en la carretera, a olvidar, de repente y sin razón, los largos paseos por el Cerro Morete, más lejos de las luces de la ciudad, más cerca de las estrellas y el sol.

Porque de alguna forma cuando tu montaña arde —no todas ellas representan lo mismo a pesar de pertenecernos por igual— se pierden los recuerdos más diáfanos, aquellos inmortalizados en viejas fotos, negativos que ya no se corresponden con la realidad, ahora difusa, envuelta en una frustración cercana al horror.

Y el color verde da paso al negro, aviva las llamas que se elevan a vista de águila formando una nube similar a la de Hiroshima y, a pesar de no haber víctimas mortales, la naturaleza grita con furia, la furia se transforma en odio y, en su previsible desesperación, los humanos, causantes de la mayoría de los males que los aquejan, lloran la pérdida al ser conscientes del poder destructor que atesora esa mezcla implacable de mechero, lata de gasolina, manos cobardes y algo parecido a la venganza. ¡Cobarde!

Me cuentan que miles de personas se prestaron voluntarias para ayudar a los bomberos en las tareas de extinción, padres, madres e hijos sin experiencia en la lucha contra el fuego, incapaces de quedarse de brazos cruzados ante la idea de dejar que una mujer pétrea y herida desapareciera ante sus ojos, los mismos que se humedecen bajo un cielo plomizo.

Somos así, como la montaña que muestra una cara visible y otra oculta, frágiles, suicidas, noche, fuego… Ardió Guadarrama, lloramos todos.

Ab