Ver arder la montaña que siempre estuvo allí, en cada estación, año tras año, imponente figura de roca y cielo esculpida a golpe de tiempo sobre La Granja de San Ildefonso es una experiencia extraña, semejante a perder un amigo de la infancia en la carretera, a olvidar, de repente y sin razón, los largos paseos por el Cerro Morete, más lejos de las luces de la ciudad, más cerca de las estrellas y el sol.
Porque de alguna forma cuando tu montaña arde —no todas ellas representan lo mismo a pesar de pertenecernos por igual— se pierden los recuerdos más diáfanos, aquellos inmortalizados en viejas fotos, negativos que ya no se corresponden con la realidad, ahora difusa, envuelta en una frustración cercana al horror.
Y el color verde da paso al negro, aviva las llamas que se elevan a vista de águila formando una nube similar a la de Hiroshima y, a pesar de no haber víctimas mortales, la naturaleza grita con furia, la furia se transforma en odio y, en su previsible desesperación, los humanos, causantes de la mayoría de los males que los aquejan, lloran la pérdida al ser conscientes del poder destructor que atesora esa mezcla implacable de mechero, lata de gasolina, manos cobardes y algo parecido a la venganza. ¡Cobarde!
Me cuentan que miles de personas se prestaron voluntarias para ayudar a los bomberos en las tareas de extinción, padres, madres e hijos sin experiencia en la lucha contra el fuego, incapaces de quedarse de brazos cruzados ante la idea de dejar que una mujer pétrea y herida desapareciera ante sus ojos, los mismos que se humedecen bajo un cielo plomizo.
Somos así, como la montaña que muestra una cara visible y otra oculta, frágiles, suicidas, noche, fuego… Ardió Guadarrama, lloramos todos.
