Del puto Brad Pitt

Están los hombres, pausa; luego está ÉL. Se llama Brad Pitt, tiene la edad de mi abuelo antes de morir y es, sin lugar a dudas, la criatura en conserva más hermosa del mundo. Y es que Brad va en contra de toda lógica. También de la vida y de su ritmo. Mientras los demás nos deshacemos, este rubio de bote renace cada año, como si la belleza estuviera a expensas de velas, divorcios y gravedad. Nadie lo entiende. Podría deberse a la genética, a su pecho de Oklahoma, ¿toxina botulínica? Chorradas. Brad Pitt representa el amor en la Tierra. Y eso nunca pasará de moda.

Es complicado mirarle y no sentir envidia o una necesidad irrefrenable de arrastrarlo a una cama, cerrar la puerta con doble vuelta e ingerir la llave. Normal que haya tenido seis hijos… Porque Brad —hay confianza— es esa esperanza a la que aferrarse, una muestra del envejecimiento made in USA que golpea al español medio con su mirada libre, más serena, más verde. Sí, la juventud es todo menos ciega, de ahí que la presbicia no impida disfrutar de él en una sala a oscuras, en un baño. Siempre nos quedará Brad Pitt, siempre.

Cuando sea mayor quiero ser Brad Pitt de viejo. También quiero su pelo, ese pecho sobre un tejado, quiero esas orejas chiquititas, esas arrugas de cirujano, esos labios en los que anida el colibrí. En el fondo, mirar esta fotografía me acerca a mi propia muerte y lo que es aún peor, a la muerte de casi todas mis aspiraciones. Con Brad se entiende que el antónimo de la belleza nunca sea la fealdad, sino la indiferencia. Y está bien que, por una vez, nadie la sienta al mirar a los ojos de un hombre solo, triste, inalcanzable. Brad, te amo.

De cómo una hostia acabó con los Oscar

A veces las cosas se tuercen. De repente, un hermano se mete con el pelo de tu mujer y tú reaccionas dándole una hostia frente a una audiencia blanca a la que nunca le interesó la gala de los Oscar y mucho menos la categoría a mejor documental. El gesto —demostración abstrusa de confianza y poder marital— pasará a la historia un rato mientras el cine queda reducido a un iPad lleno de huellas, las mismas que ahora manchan la mandíbula del presentador. ¡Qué cosas! Una vez más la realidad empeora la ficción, porque los sueños fueron de celuloide una vez y en 2022 las estrellas se pegan en directo.

Pero no hace falta irse hasta ese extremo para cambiar el curso de un tiempo que parece abocado a la incomodidad, el machismo y la cancelación. Poca broma con casi todo y nadie tomándose en serio las historias, realidades paralelas capaces de mejorar un día a día con extrañas similitudes con la entrega de los premios más importantes del cine de acción. Menos mal que Jessica Chastain nació para reinar y hacernos pasar el mal trago, amar, recuperar la fe en un dios que tiene que ser mujer sí o sí.

Gracias a esta edición los calvos están bien representados en Hollywood, de la misma forma que Jonny Greenwood no necesita premios que lo avalen como uno de esos músicos necesarios para una vida digna. Mientras tanto, todos opinamos, elaboramos teorías que nos permitan arrojar pelotas de luz sobre un mundo raro, cada vez más achatado por los polos y que, sin querer, se va preparando para el final del cine tal y como lo conocimos. El honor, en cambio, se mantiene intacto.

Ilustración: Guy Billout

¡Adiós, Hollywood clásico!

A veces, el cine es un hoyuelo, una trinchera. Otras, aquel ídolo de barro con los ojos de un gladiador triste, del soldado falsamente acusado de traición, de un loco de pelo rojo pintando el sol con brochazos de luna llena. Porque, ¿quién fue realmente el padre de Michael Douglas? ¿A cuántas personas se puede interpretar a lo largo de ciento tres años? ¿Cuándo la estrella da paso al negocio, el negocio al olvido, el olvido a la muerte?

Entre el primer día y el último suspiro del hijo del hijo del trapero discurrieron dos vidas que equivalen a setenta y cinco películas, representaciones en celuloide de una época prehistórica —mitad en blanco y negro— envueltas en humo de cigarro con hombres (muy hombres) llorando lágrimas de bourbon. Y claro, el corazón de Jonathan Shields, Rick Martin y el coronel Dax se paró en su mejor momento, justo cuando el mito todavía era carne, flácida y trémula, pero todavía carne.

Kirk Douglas fue un niño viejo, un actor enfadado por las injusticias de un mundo, el suyo, que solo existe en la pantalla del cine. Hoy se muere con él su época dorada, la fábrica de mentiras, la misma que nos prometió que el bisabuelo nos sobreviviría a todos, que toda la vida es cine y los sueños nunca terminan a dos metros bajo tierra. Por fin una muerte merecida en esta década aciaga. Ya nadie es Espartaco. Nadie. ¡Adiós, Hollywood clásico; adiós, querido Kirk!