¡Adiós, Hollywood clásico!

A veces, el cine es un hoyuelo, una trinchera. Otras, aquel ídolo de barro con los ojos de un gladiador triste, del soldado falsamente acusado de traición, de un loco de pelo rojo pintando el sol con brochazos de luna llena. Porque, ¿quién fue realmente el padre de Michael Douglas? ¿A cuántas personas se puede interpretar a lo largo de ciento tres años? ¿Cuándo la estrella da paso al negocio, el negocio al olvido, el olvido a la muerte?

Entre el primer día y el último suspiro del hijo del hijo del trapero discurrieron dos vidas que equivalen a setenta y cinco películas, representaciones en celuloide de una época prehistórica —mitad en blanco y negro— envueltas en humo de cigarro con hombres (muy hombres) llorando lágrimas de bourbon. Y claro, el corazón de Jonathan Shields, Rick Martin y el coronel Dax se paró en su mejor momento, justo cuando el mito todavía era carne, flácida y trémula, pero todavía carne.

Kirk Douglas fue un niño viejo, un actor enfadado por las injusticias de un mundo, el suyo, que solo existe en la pantalla del cine. Hoy se muere con él su época dorada, la fábrica de mentiras, la misma que nos prometió que el bisabuelo nos sobreviviría a todos, que toda la vida es cine y los sueños nunca terminan a dos metros bajo tierra. Por fin una muerte merecida en esta década aciaga. Ya nadie es Espartaco. Nadie. ¡Adiós, Hollywood clásico; adiós, querido Kirk!

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