¿Os acordáis de la sanidad pública?

Todo cambia, pero la salud sigue definiendo cada minuto de vida. El resto es facultativo. Con esa premisa a algunos se les ocurre hacer negocio, transplantar más fondos hacia lo privado. Y así, con la ciencia acaparando el futuro, las urgencias convierten el presente en colas y a los médicos en enemigos del sistema. Mientras, los pacientes penan porque el turno llega cuando ya están muertos. ¿Os acordáis de la sanidad pública? Fue un sueño; los pediatras fumaban. Sanidad sinónimo de espera, publica en referencia a los débiles, de todos, cada vez menos de nadie.

El progreso era pagar por la asistencia médica, bonita forma de apagar las constantes vitales. Nada que ver con la ideología, más bien con ese derecho humano que garantiza que el dolor se extirpa en una habitación verde, limpia, con vistas a la cura. Al abrir los ojos había flores frescas. La sociedad, en cambio, va desangrándose, insiste en el «sálvase quien pueda permitírselo». Porque el bienestar sólo puede entenderse si abarca a la inmensa mayoría. De lo contrario, el privilegio impera. Yo no quiero vivir en una ciudad de teléfonos y Zoom, sin médicos de carne, ojeras, hueso.

Decía que la salud define cada minuto de vida. Conviene recalcarlo. Al igual que conviene asfixiar el mantra de «la sanidad pública en España es una de las mejores del mundo»… de las farmacéuticas. ¿Qué hay del mundo de los viejos, de los enfermos crónicos, de los recién nacidos, de la sangre y la respiración común, de todos? Sin sanidad pública nos queda una realidad dislocada, huérfana. Quizás sea demasiado tarde, quizás haya una última oportunidad para salvar lo nuestro.

Ilustración: Zhang Yingnan

Para los que padecen ansiedad

La ansiedad puede llegar a convertirse en el tiburón blanco del dolor. Permanece oculta bajo la superficie, abarca el territorio infinito del cuerpo y la mente y algunos días muerde con saña. A pesar de la metáfora cetácea, ese fascinante animal es mucho menos peligroso que el trastorno en cuestión. Ahora que sólo podemos transitar ciertas aguas por cuestiones de distancia y caudal, vuelve a aparecer en muchos de nosotros. Sin embargo, y a diferencia de otras sensaciones anómalas, muta y se transforma, adquiere síntomas cambiantes: agitación o tensión un día, hormigueos en brazos y piernas otro, temblores, inseguridad, crisis de pánico y hasta pérdidas de memoria. Y claro, en el autodiagnóstico de Google aparecen docenas de enfermedades que incorporar a nuestra sombra, lo que amplifica una angustia que a veces deriva en depresión o, en el peor de los casos, en encefalograma plano.

El problema es que, tal y como están los hospitales, pedir cita con el especialista se complica. Más que nada porque atienden a meses vista —está claro que las prioridades son otras— y si lo hacen antes de verano es muy probable que te despachen en cinco minutos con un buen surtido de pastillas para ser medianamente feliz una parte del día. De la noche nadie dice nada porque se ve menos, pero soñar se hace bola cuando te despiertan las taquicardias y el rumor de una muerte próxima.

Ojalá tuviera la receta universal, al igual que ignoro las razones de mi estado. Cada uno lo gestiona a su manera, lejos de las drogas, cerca del deporte o sobre un diván de Maisons du Monde. Para mí lo ideal es una combinación de las tres y, pese al yoga y los pulmones como nubes, hay días en los que ni con con esas. Al menos si escribo sobre ello invento un clima de normalidad, una ficción clínica, ante un problema más grave que la inminente crisis económica. Aceptar la ansiedad y sus embistes es un gran paso. Y por cierto, aunque parezca imposible se supera. Palabra de ansioso.

Ilustración: http://www.nanlawson.com