Todo cambia, pero la salud sigue definiendo cada minuto de vida. El resto es facultativo. Con esa premisa a algunos se les ocurre hacer negocio, transplantar más fondos hacia lo privado. Y así, con la ciencia acaparando el futuro, las urgencias convierten el presente en colas y a los médicos en enemigos del sistema. Mientras, los pacientes penan porque el turno llega cuando ya están muertos. ¿Os acordáis de la sanidad pública? Fue un sueño; los pediatras fumaban. Sanidad sinónimo de espera, publica en referencia a los débiles, de todos, cada vez menos de nadie.
El progreso era pagar por la asistencia médica, bonita forma de apagar las constantes vitales. Nada que ver con la ideología, más bien con ese derecho humano que garantiza que el dolor se extirpa en una habitación verde, limpia, con vistas a la cura. Al abrir los ojos había flores frescas. La sociedad, en cambio, va desangrándose, insiste en el «sálvase quien pueda permitírselo». Porque el bienestar sólo puede entenderse si abarca a la inmensa mayoría. De lo contrario, el privilegio impera. Yo no quiero vivir en una ciudad de teléfonos y Zoom, sin médicos de carne, ojeras, hueso.
Decía que la salud define cada minuto de vida. Conviene recalcarlo. Al igual que conviene asfixiar el mantra de «la sanidad pública en España es una de las mejores del mundo»… de las farmacéuticas. ¿Qué hay del mundo de los viejos, de los enfermos crónicos, de los recién nacidos, de la sangre y la respiración común, de todos? Sin sanidad pública nos queda una realidad dislocada, huérfana. Quizás sea demasiado tarde, quizás haya una última oportunidad para salvar lo nuestro.

Ilustración: Zhang Yingnan