La ansiedad puede llegar a convertirse en el tiburón blanco del dolor. Permanece oculta bajo la superficie, abarca el territorio infinito del cuerpo y la mente y algunos días muerde con saña. A pesar de la metáfora cetácea, ese fascinante animal es mucho menos peligroso que el trastorno en cuestión. Ahora que sólo podemos transitar ciertas aguas por cuestiones de distancia y caudal, vuelve a aparecer en muchos de nosotros. Sin embargo, y a diferencia de otras sensaciones anómalas, muta y se transforma, adquiere síntomas cambiantes: agitación o tensión un día, hormigueos en brazos y piernas otro, temblores, inseguridad, crisis de pánico y hasta pérdidas de memoria. Y claro, en el autodiagnóstico de Google aparecen docenas de enfermedades que incorporar a nuestra sombra, lo que amplifica una angustia que a veces deriva en depresión o, en el peor de los casos, en encefalograma plano.
El problema es que, tal y como están los hospitales, pedir cita con el especialista se complica. Más que nada porque atienden a meses vista —está claro que las prioridades son otras— y si lo hacen antes de verano es muy probable que te despachen en cinco minutos con un buen surtido de pastillas para ser medianamente feliz una parte del día. De la noche nadie dice nada porque se ve menos, pero soñar se hace bola cuando te despiertan las taquicardias y el rumor de una muerte próxima.
Ojalá tuviera la receta universal, al igual que ignoro las razones de mi estado. Cada uno lo gestiona a su manera, lejos de las drogas, cerca del deporte o sobre un diván de Maisons du Monde. Para mí lo ideal es una combinación de las tres y, pese al yoga y los pulmones como nubes, hay días en los que ni con con esas. Al menos si escribo sobre ello invento un clima de normalidad, una ficción clínica, ante un problema más grave que la inminente crisis económica. Aceptar la ansiedad y sus embistes es un gran paso. Y por cierto, aunque parezca imposible se supera. Palabra de ansioso.
