Nuestros muertos

Todos tenemos dos padres (con o sin nombres), cuatro abuelos viejos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos trastatarabuelos y así, y de manera exponencial, dos mil cuarenta y ocho decabuelos desde 1800. Aquel año, Napoleón atravesaba los Alpes para invadir Italia. Un retroceso de veinte generaciones con sus incestos, primos insoportables, cuñados y parientes elevaría la cifra (empleo dígitos) hasta 268 millones. En el siglo XI, solamente cien millones de personas poblaban la Tierra, lo que implica que todos compartimos amor, sangre y esa célula cancerígena llamada familia.

Hasta aquí leyendas y árboles. La actualidad promueve la reacción de algunos respecto a sus muertos, los de la paz y los de la guerra. En cuanto a los primeros, están a salvo, presentes de una manera extraña. En cuanto a los otros, todo frases huecas: «hay que pensar en los vivos»; «de nada sirve remover el pasado». Entre la tierra y la putrefacción, así transcurren el abuelo de la cuneta y el bisabuelo de la fosa común, callados porque nunca se les concede la palabra, aunque acechen como la lluvia y el hambre. Mejor dejarlos, que es en ninguna parte. Bonita manera de tratar a la familia. Alguien olvida que, en caso de ser algo, seremos memoria, viejas fotografías. Y que le den a la historia.

Quizás crea que es importante encontrar a estos muertos porque mi padre no respira en un cajón. Nadie tuvo valor de vaciar aquella urna. Será que saberle ahí nos da tranquilidad y que, a pesar de su ausencia, perpetúa esta unión hecha de cenizas. Los desaparecidos nunca descansan ni dejan descansar, representan el vacío en las sobremesas y la falta de uno o varios platos soperos. Rebusco en mi pasado genealógico y desentierro las palabras del decabuelo de mi decabuelo, Confucio: «El odio entre parientes es el más profundo». Y sigue vivo.

Ilustración: http://www.klauskremmerz.com

Ese número de teléfono que nunca borras

Imposible. Desde que murió eres incapaz de borrar su número. Sigue en Favoritos o en el fondo de los contactos que crecen por latidos. Es más, ni siquiera compruebas si el número sigue en tu memoria. Conoces la respuesta, nueve cifras. Eliminarlo de su urna física, un móvil en el siglo XXI, supondría enterrar el cordón que os unió una vez y todavía aprieta. Y es que ese hilo invisible entre las arrugas y la tecnología es una forma de amor que ama en vida y través de la ausencia. Duele, cierto, pero aún más tirarlo como el que tritura fotos, documentos, cáscaras.

Durante meses marcaste su número, normalmente ebrio o de noche. Su voz respondía y tú colgabas, quizás consciente de que son los vivos los que hablan con los muertos, nunca al contrario o vía Movistar. Era la fuerza de la costumbre convertida en duelo. Con la reconstrucción de los días desgarrados, la línea quedó fuera de servicio. Entonces te aferraste a lo único mundano que se origina en el más allá para volver como una mancha en el sol, como una raíz: los recuerdos.

Ya ha pasado mucho tiempo desde aquello. Ni siquiera te aprendiste el número de tu pareja, de tus mejores amigos. En cambio, el suyo se hace presente al saquear el pasado, te concede la duda y por lo tanto el deseo de seguir viviendo. Es extraño, pero el móvil representa todo aquello que quedó por decir, hace las veces de camposanto entre tanta pieza china. En su falta celebras la suerte de poder contarlo. Está en ti y respira en todas partes… menos en la guía de teléfonos. Porque casi todo pasa.

Ilustación: Marco Melgrati

Nuestros muertos

«Ojalá tu padre pudiera escuchar el disco» dijo madre por teléfono. Y es que los muertos no ven, mamá, pero nos oyen. Sobre todo en las mañanas de tajo y carboncillo. Tampoco vuelven, porque nadie regresa si nunca se ausenta. Simplemente colocan la oreja en el tabique de esos vivos que creen en el tránsito, el suyo propio, el único. El muerto, en cambio, se levanta, prepara café, rebana el pan, da cierta continuidad al afán de los días. En definitiva, hace memoria de nosotros en su ausencia. Es el silencio el gran problema, un jirón de vida que abraza a los que laten. Si uno lo piensa, la muerte embruja a los que colocan coronas de gladiolos y claveles, encienden velas, escuchan réquiems con la esperanza de librarse del olvido. Insisto, el muerto oye, por eso nunca muere.

También resuena. En las cuerdas de una guitarra, en las hojas de parra mecidas por la luna, en los abrazos del tiempo dislocado. Alguno incluso sueña con vivos que les sueñan, hijos, esposas y amigos que cierran los ojos para despejar las dudas sobre la dimensión del amor supremo, recuerdo conservado en ámbar, apego que es todo por ser siempre. ¿Cómo negar la evidencia de lo que nadie ve y sin embargo siente? Cada muerto avala esta esta teoría; nos va la vida en ellos.

Llegará un momento en que, de tanto mencionar a padre, acabe convirtiéndose en historia, y por lo tanto ficción. Yo sigo rellenando páginas de música (¿o son pentagramas de palabras?) con la certeza de que aún las oye. Y es que fueron escritas por una parte del yo que fui estando él cerca, también con restos de ese yo lejano que se resiste a no seguir haciendo ruido. Aquel tiempo se deshilachó con nosotros, de la misma forma que los muertos nos suturan con la aurora. Démosles la oportunidad de oír nuestra mejor versión, la de la biografía vivida a expensas de una muerte que sólo existe en los confines de la vida.

Ilustración: James Turrell

Camilo Sesto y el ruido de los vivos

En España sucede algo que se repite con la misma asiduidad con la que la muerte embiste al artista de turno —generalmente intérprete o músico— sorprendiendo a propios y extraños por los acalorados debates en torno a un cadáver todavía tibio. Porque, por una extraña razón difícil de comprender y más allá de las largas colas y las coronas de flores, la tristeza (instrumental o patológica) que aflora de entre el humo del puro y el órdago a chica poco tiene que ver con el último adiós a uno de los mejores cantantes de la historia de este país —a mis ojos el más completo por registro vocal—, sino que se recrea en los numerosos episodios depresivos que asolaron su vida, en las operaciones estéticas a las que se sometió siguiendo el ejemplo del Michael Jackson de la última etapa o en el típico «no era más que un hortera con un par de canciones empalagosas como el algodón de azúcar. Ponme otro Ruavieja, haz el favor».

Quizás sea porque en la tierra del sol pintado y la envidia no hay tiempo para el duelo y la memoria se empaña con el negro de los sermones, pasatiempos para el populacho que reparan en episodios menores de la vida de aquel hombre de ojos azules y expresión triste, autor de 340 temas y con más de 100 millones de discos vendidos en todo el mundo.

Y si las cifras tampoco son el epitafio adecuado para medir la valía de un artista —a pesar que algunos las consideren medida del éxito—, ¿qué se supone que deberíamos decir de alguien que dedicó su vida al indigno arte de cantar? Quizás lo mejor sea contener la bilis, dejar trabajar a los sepultureros y guardar silencio frente al mausoleo de Camilo Blanes Cortés, el único hijo de Eliseo y Joaquina que alcanzó la inmortalidad persiguiendo voces desconocidas atrapadas en una canción.