En España sucede algo que se repite con la misma asiduidad con la que la muerte embiste al artista de turno —generalmente intérprete o músico— sorprendiendo a propios y extraños por los acalorados debates en torno a un cadáver todavía tibio. Porque, por una extraña razón difícil de comprender y más allá de las largas colas y las coronas de flores, la tristeza (instrumental o patológica) que aflora de entre el humo del puro y el órdago a chica poco tiene que ver con el último adiós a uno de los mejores cantantes de la historia de este país —a mis ojos el más completo por registro vocal—, sino que se recrea en los numerosos episodios depresivos que asolaron su vida, en las operaciones estéticas a las que se sometió siguiendo el ejemplo del Michael Jackson de la última etapa o en el típico «no era más que un hortera con un par de canciones empalagosas como el algodón de azúcar. Ponme otro Ruavieja, haz el favor».
Quizás sea porque en la tierra del sol pintado y la envidia no hay tiempo para el duelo y la memoria se empaña con el negro de los sermones, pasatiempos para el populacho que reparan en episodios menores de la vida de aquel hombre de ojos azules y expresión triste, autor de 340 temas y con más de 100 millones de discos vendidos en todo el mundo.
Y si las cifras tampoco son el epitafio adecuado para medir la valía de un artista —a pesar que algunos las consideren medida del éxito—, ¿qué se supone que deberíamos decir de alguien que dedicó su vida al indigno arte de cantar? Quizás lo mejor sea contener la bilis, dejar trabajar a los sepultureros y guardar silencio frente al mausoleo de Camilo Blanes Cortés, el único hijo de Eliseo y Joaquina que alcanzó la inmortalidad persiguiendo voces desconocidas atrapadas en una canción.
