La ruptura implica muerte, muerte de un organismo lleno de futuros y un pedazo indeterminado de sus partes. Poco importa si uno deja o se encuentra al otro lado. A veces, el organismo muere solo, por falta de luz o tierra fértil. La vida. Esa muerte es el principio de la ausencia y a ese hueco debemos enfrentarnos. Todos. El dolor se pasa y, sin embargo, siempre duele. Por esa razón observo a aquellos que entierran a la que fue su pareja cuando todo acaba. Esa pareja antigua todavía late, tiene tiempo y puede que alquile un piso por el barrio. Para esa gente esa pareja ha dejado de existir. Y no lo entiendo.
A aquellos siempre les pregunto. ¿Cómo lo hacéis? Se supone que algo tiene que quedar, estaciones a medias, manchas de café y un viaje al norte. A veces hay niños, una cama triste, contratos y un final que pesa lo que pesa la infancia ya de adultos. Aquellos que entierran a su pareja lo hacen para conservarse, olvidando que las horas pasan igual de lentamente. O ellos en ellas. Enterrar al otro implica enterrar un cuerpo todavía tibio dentro de la nieve. Pero nadie puede enterrar los recuerdos. Ni siquiera en el fondo del mar.
Yo quiero que las que fueron mis parejas sigan cerca, aunque se despierten con otra pareja en otra parte. Ellas me ayudaron en este tránsito de ir envejeciendo. Además, está bien pensar en alguien más, salir de esta madriguera para uno y caer en la cuenta de que doblas las sábanas tal y como ella te enseñó. Solamente los muertos de verdad son tierra. El resto vamos acercándonos a eso con el viento en contra. Aquellos que entierran a su pareja en vida me ponen triste. Los abrazaría para hacerles entender. Los entierros guardan un misterio. Las rupturas desvelan lo que una vez vivió enterrado. Qué extraño, qué humano. Es lo mismo.

Ilustración: www.sargamgupta.com