El 24 de febrero, Rusia invadió Ucrania. Ese día, muchos madrileños fueron a nadar. Desde entonces, el mundo, es decir, Madrid, gira como siempre, en precario, incapaz de entender el fin de todas las cosas. De todas, sí, de los paisajes con pájaros sobre tendidos eléctricos, de los domingos tristes y las cenas entre amigos calvos. La idea de que la vida termine de forma abrupta se explica con un dedo apretando un botón. Después se produciría un destello y la Tierra seguiría suspendida en el espacio bajo una nube radioactiva color ocre. Mientras tanto, una parte de los seres humanos a lo suyo, en piscinas de agua sin cloro y esperando a los niños a la puerta del colegio. Ese es el escenario de la primavera nuclear, ¿pura ficción?
Pues bien, existen tantas cosas tan terroríficas a este lado de la realidad que muchos preferimos hacer como si nada, no por falta de interés o empatía, sino porque levantarse de la cama implica arrestos. «Manténte en el lado soleado aunque apeste, camarada», nos repetimos frente a los almendros en flor y los cadáveres en Bucha. Y lo sabemos, estamos abocados a la extinción, pero tampoco hay que forzar el desenlace por cuestiones geopolíticas y gente muy mala muy mala en busca de la mala gloria.
Así hemos aprendido a vivir, por pura torpeza e incompetencia. La alternativa a la ceguera resulta insoportable, incluso para los corresponsales que narran la muerte en titulares. Tendrán que comer todos los días… Queda claro que este es nuestro legado, un reguero de contaminación y sangre, también de olvido, la única manera de volver a empezar cada mañana. Extraño porque, a pesar de todo, el amor sigue ahí para salvarnos, único recordatorio de un fin que termina en un latido. Y después nada.
