El final de todas las cosas

El 24 de febrero, Rusia invadió Ucrania. Ese día, muchos madrileños fueron a nadar. Desde entonces, el mundo, es decir, Madrid, gira como siempre, en precario, incapaz de entender el fin de todas las cosas. De todas, sí, de los paisajes con pájaros sobre tendidos eléctricos, de los domingos tristes y las cenas entre amigos calvos. La idea de que la vida termine de forma abrupta se explica con un dedo apretando un botón. Después se produciría un destello y la Tierra seguiría suspendida en el espacio bajo una nube radioactiva color ocre. Mientras tanto, una parte de los seres humanos a lo suyo, en piscinas de agua sin cloro y esperando a los niños a la puerta del colegio. Ese es el escenario de la primavera nuclear, ¿pura ficción?

Pues bien, existen tantas cosas tan terroríficas a este lado de la realidad que muchos preferimos hacer como si nada, no por falta de interés o empatía, sino porque levantarse de la cama implica arrestos. «Manténte en el lado soleado aunque apeste, camarada», nos repetimos frente a los almendros en flor y los cadáveres en Bucha. Y lo sabemos, estamos abocados a la extinción, pero tampoco hay que forzar el desenlace por cuestiones geopolíticas y gente muy mala muy mala en busca de la mala gloria.

Así hemos aprendido a vivir, por pura torpeza e incompetencia. La alternativa a la ceguera resulta insoportable, incluso para los corresponsales que narran la muerte en titulares. Tendrán que comer todos los días… Queda claro que este es nuestro legado, un reguero de contaminación y sangre, también de olvido, la única manera de volver a empezar cada mañana. Extraño porque, a pesar de todo, el amor sigue ahí para salvarnos, único recordatorio de un fin que termina en un latido. Y después nada.

Ilustración: Guy Billout

«Chernobyl», la fisión del terror invisible

Reactor 1. La central nuclear de Almaraz, en la provincia de Cáceres, produce anualmente el 6,5% de la electricidad consumida en todo el país. El método empleado, conocido como fisión nuclear, divide un núcleo pesado como el del uranio en dos o más —en estos casos la física «se limita» a imitar en condiciones controladas una reacción en cadena similar a millones de trampas para ratones saltando a la vez— liberando los neutrones contenidos en él. De esta forma, unos chocan contra otros desprendiendo calor que evapora el agua que a su vez mueve las turbinas generando energía eléctrica.

Reactor 2. La nueva serie de HBO, una película de terror «ochentero» de cinco capítulos, descompone lo ocurrido en la pequeña ciudad de Chernóbil el 26 de abril de 1986 a la 1:23 (UTC+3), momento en el que una secuencia perfecta de fallos humanos desencadenó un accidente de nivel 7, el mayor en la escala en la Escala Internacional de accidentes nucleares, con una estimación según el Informe TORCH 2006 de 60.000 muertes vinculadas al cáncer.

Reactor 3. La información se extiende por diversos cauces, en ocasiones más rápidamente que la luz, convirtiendo en imágenes y palabras un aspecto amorfo de la realidad. Es ese instante preciso que queda suspendido en el tiempo y el espacio generando una onda de choque que, al contrario del brillo azulado de los reactores nucleares, afecta a millones de personas. En ocasiones la dosis de röntgen es tan mortífera que termina atravesando el corazón de aquellos que no disponen de un traje contra la radiación. La información no se puede dominar, fluye, derroca gobiernos, mata.

Reactor 4. El horror es invisible y equivale a 400 bombas de Hiroshima. Lo único que puedes hacer es evitar parecerte al KGB: desconfía, verifica, no seas un idiota inocente; así nunca podrás ser un peligro para ellos. Y olvídate de la segunda temporada.