Sábanas

Por sus sábanas conocerás a la persona. En ellas se funden carne y descanso, partículas que luego giran en una lavadora. Y es que las sábanas, como las galaxias, pueden ser de todos los colores: blancas, rojas o de rayas de pijama. Algunos atisban en su tacto una posibilidad para fugarse. Otros, menos optimistas, buscan desiertos, olas, velos. Casi nadie sabe que, bajo las sábanas, conocemos al otro en su mejor y en su peor versión, en el brillo de la mañana, bajo la luna y una noche triste. Desde arriba, tan dentro, una pareja se entrelaza para formar un signo del zodíaco. Sábanas de agua que no moja, túneles de viento de la boca.

Nada más noble que cambiar las sábanas y dejar que corra el aire. Se trata de una tarea emparentada con la del enterrador. La materia prima cambia, pero hay una búsqueda de paz, de respeto por los que viajan. Y todos vuelven. Al cambiar las sábanas, la casa se despierta fresca y la fruta del desayuno sabe a árbol, vivir cansa menos y es fácil seguir el rastro de todo lo soñado. Nunca te enamores de alguien que no cambia las sábanas con frecuencia. Es así como querrás que huela tu vida.

Una sábana une. Incluso cuando la relación está ya rota. Uno coge la sábana por un extremo. El otro imita el gesto. Los brazos se encargan de plegar la superficie, que va menguando como mengua el infinito. Otro doblez, como si se tratara de un vestido de comunión. Entonces, el pecho hace de apoyo y las piernas dan un paso. La mirada del uno hacia sus manos y hacia la mirada del otro que dobla y va acercándose. La sábana ya no es sábana, ¿un mantel? Otro doblez, otra mirada. De la sábana queda el recuerdo de la sábana. Los amantes nunca estuvieron más cerca. Debió de ser otro sueño, una sábana de invierno blanco.

Ilustración: Mark Tennant

Pablo Casado no entra dócilmente en la noche

«No entres dócilmente en esa buena noche, que al final del día debería la vejez arder y delirar; enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz». El mundo no ha cambiado tanto desde que Dylan Thomas se dedicara a decorarlo. Ahora, en la modernidad mal entendida, asistimos a un renacer de las sombras como el valor indispensable para conquistar al pueblo, o más bien sus votos. Reconozcámoslo; la democracia es una urna sombría, de ahí que se premie a la Isabelita, la más graciosa de la clase. Siempre con algo mascado y para todo dios, y si es una gilipollez estupendo porque viaja a la velocidad de la luz. Entonces llega Pablo Casado con su «a la izquierda sólo le gusta la energía solar. Y a mí. Pero es que antes de ayer, a las ocho de la tarde fue el pico de consumo eléctrico y a esa hora, no sé si estabais por aquí, no había posibilidad de que emitiera porque era de noche». Y a tomar por culo todo.

Fijaos en el ritmo interno de estos versos. Agitan la sombra de la duda que apaga las luces, las de Iberdrola y las de un mocoso que interroga a su padre sobre el misterio. Sí, hijo, el mundo es un enigma, también para los adultos. Sin embargo, Casado tira de lógica de partido. Y claro, si esa es la lógica de un futuro presidente, ¿cuál será el reverso tenebroso de un país? Entonces uno llega a la conclusión de que las cosas son lo que queremos que sean y que quizás, sólo quizás, tenga razón. Da igual. La verdad importa más bien poco y a esa hora ya había anochecido, también en la mitad pepera del planeta. ¡Pablito, presidente del país de la alegría! De noche se saca los estudios.

Dylan Thomas llamaba a la rebelión de hombres graves y buenos, padre incluido. Creo que fue demasiado ambicioso. La inteligencia y la claridad escasean más que los microchips y los semiconductores. Se venden mal, poco y tarde. Puede ser que la cercanía de la muerte nos apague y nos revuelva, pero merece la pena ir ardiendo con un par de pupilas ciegas, brillantes como meteoros y cohetes amarillos. Ayudan a entender que los necios deciden mientras los sabios deliberan… ante la inminente llegada de las sombras. Así no hay forma de entrar dócilmente en lo que venga. Buen día muy noche.

Ilustración: http://www.charliedavisillustration.com

Sólo vivimos 26.000 días

Cinco guarismos. Nuestra existencia y sus raíces sometidas a la aritmética. De media tardamos 26.000 días en salir, subestimar al mono y apagarnos. Al aplicar el día como medida de pasatiempo conseguimos reducir el intermedio a un puñado de satélites y sorbos, de ganas y deseos. No sucede lo mismo con los años, quizás por abarcar más en nuestro intento de alargarlos. En cuanto a las semanas, bien, gracias. Pocos cuentan en ellas; tampoco en estaciones. Quizás la gente de campo, esos de país y biografía. Si recuperamos la medida de los días, variable del afán y sus desgracias, somos conscientes de lo poco que vivimos, de lo mucho a lo que aspiramos de lunes a domingo. Más el viernes en un baile. Estuvimos en ellos; y ellos siempre en nosotros siendo otros.

No quiero descontarme ni añadir si el resultado da una vida. Una vez vi deshacerse el mundo o hacerse en contra. En un espejo y un plato sopero. Lo más extraño resulta comprobar que empleamos menos de 26.000 días en llegar a 26.000. Nos basta con unas horas. Sin embargo, queremos extenderlas, díashorassemanasaños, volver a ser habiendo sido en un tiempo de arrastre. Extraña forma de avanzar restando. Porque el que arde deja una estela de carne, y del calendario se alimentan los gusanos.

25.521, 25.522… Todos podemos hacerlo aún siendo de letras. Porque en ellas encontramos un abrazo largo. Cierto que la calculadora nunca miente y uno destaca por su inexactitud, pero el cuchillo en toda cifra revela lo peor de todo ser humano y toda máquina. Daría igual empezar por el final, veintiséis mil, ir bajando en unidades hasta alcanzar la sombra del cero. Resulta que el antes de la vida nada tiene que ver con la muerte. Equivocarme, a eso aspiro; por el amor a las palabras y el lenguaje, por el desprecio de limitar lo vivido a una cuenta que además no sale. Nunca.

Ilustración: Hiroshi Nagai

El final del verano

Los peores crímenes se cometen en verano

El campo grita y los animales huyen en círculo

Mientras tanto, los hombres desean frenar las horas y la culpa

Regresar al bañador y los misterios del cuerpo desvelado

Beber de espaldas a un sol que enjuaga los perfiles de la carne

En verano, las banderas son de humo

El agua, sal de un espejo en el que hundirse

Las piscinas cielos de vaso de agua

Y una cigarra anticipa el principio de la noche tibia

Resulta que podemos navegar el cielo

Abonar el sonido de los pies sobre la arena

Y así pasar las tardes, como se va el calor

De pronto, la ruina del descanso consiste en regresar a los afanes

volver a ser queriendo estar en otra parte

En el verano, en las luces del solsticio siendo enero

Agosto, como el mar, nunca se acaba

Ni en septiembre, ni en la memoria de los días cortos

Ilustración: http://www.emilianoponzi.com

Si mi avión se estrella

Si mi avión se estrella, acuérdate de mis canciones

Cuida de mi planta, no quiero invitaciones

Del funeral para los amigos

que vengan a llorar al cementerio

Si mi avión se estrella, me quedaré a medias

se acabó la playa, hundir los pies en la arena

Adiós a Carver y González

¡Cenizas al azul del cielo!

Si mi avión se estrella, todo será un drama

Le conocí, comentarán los jóvenes del barrio

Tú pondrás una foto mía en la mesilla, me irás olvidando poco a poco

y el calor que sentimos se hará enero

Si mi avión se estrella, pídele cuentas al seguro

Con el dinero riega un árbol que no se convierta en silla

que encoja los hombros cuando llueva y salude al sol por las mañanas

Si mi avión se estrella, olvídate de mí

Recuerda: hice todo lo posible para ser feliz

Ilustración: Ryo Takemasa

Nieve, nieva

Tenía que nevar para que el mundo cambiara de una vez, para que durante un espacio de tiempo amortiguado abramos las ventanas, miremos hacia arriba y reconozcamos un paisaje dentro de otro paisaje, ahora lunar. Porque sólo el silencio es capaz de abrirse paso entre los copos, y derrotar al eco, y el invierno por fin defiende la matemática de nuestros pasos flotando alrededor de la tierra. Es por esa razón que, cuando todo es blanco, el pecho se frena, la vida es un poco más letargo. Será porque nos devuelve a las batallas con bolas de nieve en el patio del colegio, a esa bufanda con pompón regalo de la abuela, a las manos dentro de unos guantes y los labios del color de las cerezas. En definitiva: al amor y el deseo sin otro cuerpo cerca.

Odiamos el frío, despertarnos en mitad de un beso incompleto, el sudor cuando imita a los lagartos. Sin embargo, a todos nos gusta la nieve o ver nevar, que no es lo mismo. A algunos porque les sirve para recorrer montañas sobrios y haciendo eses, a otros porque cuando se acumula en el arcén significa día libre, o sea, en cama. A mí porque es la ocasión perfecta para ocupar la acera y observar mirando, callar comentando la caída, mirar de nuevo, después sonreír, observar una colilla sepultarse. En realidad, lo que apreciamos son los minutos de tregua que concede. Nadie va a iniciar una guerra mientras nieva; nadie. Como mucho algunos pensarán en diamantes o en comprar unas botas con forro de lana merina.

Lo mejor de todo es beberte un chocolate mientras. Uno bien caliente, sol de Cancún en una taza, algo que compense un corazón color de hueso. Es lo que tiene la vida dibujada al carboncillo. Creo que pronto le haré una canción a la nieve, pero una que no resuene, como ella, aunque con notas, dos corcheas y un hilo de luz. En la estrofa nombraré el perdón, en el estribillo el camino de vuelta a casa. Terminará con Ángel González: «No fue un sueño, lo vi: la nieve ardía». Crepúsculo. Madrid. Invierno.

Ilustración:  Marco Cristofori

Coca-Cola contamina más que Vox

Escribió Jorge Guillén: «Todo lo inventa el rayo de la aurora». Los versos no continúan, pero podrían hacerlo, de la siguiente manera: «Ya se encargará el hombre de extinguirlo». Así hemos pasado el año, oxidando los meses, incapaces de ver luz al final del túnel, precisamente un tren de lejanías dirigiéndose hacia nosotros a la velocidad de una luciérnaga. Y claro, llegan las estadísticas del año. Las de Spotify y el Ministerio de Sanidad primero. En los hilos de Twitter, y haciendo el ruido de un pájaro chocando contra un cristal, planean los niveles atmosféricos de dióxido de carbono, superiores al máximo alcanzado en 2019, sin pandemia y con expectativas de futuro. Le siguen varios récords infames: el incremento de 1 (en)coma 2 grados de la temperatura global y Coca-Cola convertida en la estrella que más contamina con sus plásticos. Así funciona la mecánica celeste en un lugar llamado la Tierra.

Muy cerquita, a apenas unas miles de toneladas de basura, le siguen —y cito por orden necrológico— Pepsico, Nestlé, Unilever y Mondelēz International Inc., todas ellas empresas dedicadas al mal comer y el peor beber además de a la higiene corporal que no corpórea. Por supuesto, mencionar de lejos los incendios que han arrasado más de un millón y medio de hectáreas en California, Australia y un pulmón canceroso —por lo de que querer extirparlo— llamado Amazonas. Y claro, China vuelve a superar a los Estados Unidos en su lucha por ser menos sostenibles, lo que significa que, durante los meses de encierro, lo único que hicimos fue limpiar más la casa y ensuciar un poco más el más afuera.

Añadía Neruda aquellos versos, los de «el río que pasando se destruye», y lo hacía mucho antes de otear el 2020. Mientras tanto, aquí nadie dice nada por si acaso. Será porque tenemos que pensar en darle cuerda a la rueda del consumo sin cuidado, colmar a la familia con regalos sin presencia, olvidarnos un año más de que sin aire no hay vacuna. Supongo que esas son preocupaciones de vates y jipis. Sí, el mundo está bien hecho, querido Jorge, y nosotros vivimos atrapados fuera de él. Un año menos.

Ilustración: https://www.lilypadula.com/

De Bunbury y plagios

Últimamente, Enrique Bunbury está en la pomada. Un twit por aquí, otro disco por allá y la polémica de unas letras que van plus ultra del préstamo y podrían incluirse en la categoría del centón, pieza literaria compuesta de frases y fragmentos ajenos en verso o en prosa. El invento en cuestión, griego hasta las trancas, fue muy popular en otros tiempos y difiere del método del maño en una sola cosa: se emplea para formar nuevos versos. Enrique hace canciones originales con versos prestados de otros versos prestados de otros… Y así se progresa en la historia del ‘hamparte’.

En su descargo decir que ya puestos a robar —aquí solo copiamos los mediocres— mejor recurrir a Nicanor Parra, Antonio Gamoneda o Pedro Casariego, por nombrar a algunas de sus influencias más literales y que, como hombre delgado que no flaqueará jamás, vaquero laminero, Morrison patrio y una larga ristra de adjetivos manidos, denota una amplia cultura lectora muy de agradecer que nos lleva a lanzar la gran pregunta: ¿qué es nuestro y qué es adquirido? También el amor es líquido.

Porque Dylan incluye versos de T. S. Elliot y pasajes de la Biblia en sus oraciones, Tarantino fagocita a Sergio Leone y homenajea al cine de kung-fu vistiendo a Uma Thurman de Bruce Lee y John Coltrane recitaba a Charly Parker para calentar las venas. Nadie les acusó de plagio. Será porque nuestro aragonés más universal, con permiso de Labordeta, ha tenido demasiados reparos en aceptar que no ha inventado nada nuevo haciendo canciones mayúsculas.

Ilustración: J.J. Adams

Poesía para desayunar

Poco a poco, Instagram comienza a abrirse a otras «manifestaciones» que van más allá de la foto retocada del personaje ficticio de turno, la misma que nos genera grima y furia a partes iguales por lo insoportablemente perfecta que parecen sus vidas, reducidas ahora a la pantalla de un móvil, quizás el único lugar donde fingir implica todavía ser relevante. Y después el olvido. Tenemos vídeos de músicos que muestran niveles desorbitados de talento a edades más proclives al acné o las primeras reglas, fotos de Picasso y Gerhard Richter manchándose la cara, extractos de entrevistas a Joan Didion, Noam Chomsky o Jeff Tweedy, por citar a algunos seres humanos cuya elocuencia se manifiesta más allá de sus respectivas actividades laborales… y también hay poesía.

La cuestión es que la poesía más accesible, aupada en el verso libre y muy del gusto de la población (no) lectora ebria de hormonas, ha encontrado su hueco, y eso, que en principio debería ser una buena noticia para el estado de la cultura y el alma, comienza a parecerse a un combate de UFC. A un lado del octógono, la vieja guardia, asentada sobre los hombros ecuménicos de Ezra Pound, Valente o Lorca —por ceñirme a nombres que generan consenso—; al otro, la ligereza millennial de Elvira Sastre, Marwan o Lae Sánchez —por citar el supuesto «mal» que nos acecha— cuyas cifras de ventas superan en su primera edición a toda la obra poética de la generación del 50 y la nueva camada (supuestamente culta). Sosiego, por favor.

Resulta que escribir poesía, o simplemente escribir, es un gesto sencillo cuando se aborda por primera vez. Después puede mutar en monstruo. Lo contrario sucede con la lectura, ya sea en Instagram, Planeta (tapa blanda) o sobre los pasos de cebra. Será el paso del tiempo el único juez capacitado para echar la vista atrás, espantar a los pececillos de plata y dirimir si los versos lúbricos de los stories equivalen a fisgar entre los recuerdos de juventud de nuestros futuros viejos, compuestos exclusivamente de fotos de desayunos ricos en antioxidantes perecederos.