A mi me gusta poco hecha, payaso

Está claro que en España funcionan mejor los chascarrillos de palurdo que los datos avalados por la comunidad científica, como si de alguna forma la realidad supusiera un engorro del que desprenderse con un simple «a tu salud«, una foto de unas chuletas a la parrilla o un «si no tiene nada que hacer que no invente» destinado al perplejo ministro Garzón. El hombre diana se limitó a decir lo que todos saben y nadie quiere escuchar: comer mucha carne es malo para la salud y el planeta. Punto. Pero así, como el que habla de una obviedad, sin dirigirse a nadie en particular y mucho menos con la intención de coartar las libertades de aquellos que ven el entrecot el último reducto para hacer lo que les salga de los cojones, testosterona en filete, epítome de la desigualdad.

Esta enésima polémica no hace más que recrear otras pasadas con el tabaco, el alcohol, el sexo sin protección como protagonistas, actividades fieramente humanas rebatidas con un argumento tan prescindible como bobo: déjame comer tranquilo. Sustituyamos el sabroso verbo por cualquier otro de la primera, segunda y tercera conjugación y el resultado es un cateto. Ojo, que los hay muy ilustrados, pero es que aunque a la mona la vistas de seda, carne roja se queda.

Queda demostrado una vez más que el progreso sólo le gusta a unos pocos tildados de payasos y que incluso el desarrollo continuo, gradual y generalizado de una sociedad alimentada con cabeza viene envuelto en las viejas rencillas de la izquierda caviar y la derecha de cucharón. Sería maravilloso que durante unas horas, tampoco pido mucho, salgamos de nuestro estómago y miremos qué sucede antes, durante y después de que la comida llegue al plato. Resulta difícil cuando, sin querer, hemos dejado que la industria decida por nosotros y nuestro apetito desplace al cerebro. Es igual, «quien no comprende una mirada, tampoco comprenderá una explicación de tres párrafos». La carne roja en exceso mata, que la disfrutes.

Ilustración: the leo is all in the mind

Love of Music, Love of Lesbian

El concierto de Love of Lesbian del pasado sábado, experiencia pop entre mimbres científicos para 5.000 personas sin distancia y con baile, ha servido para muchas cosas: sacudir la nostalgia, plantear alternativas viables y, por encima de cualquier otra cosa, polarizar aún más el debate. Como siempre la música —intercambiable con el cine por su dependencia de la variable tiempo y el esfuerzo en grupo— recibe las embestidas desde todos los frentes. Unas veces por la falta de transparencia en sus acciones, otras por su consideración de ocio frente al arte «serio» y, en este caso en particular, por contar con un enemigo irreductible entre sus filas: el propio colectivo.

Poco importa que sea el único sector que ha demostrado una firme voluntad por adaptarse. Incluso ha renunciado a su razón de ser, la congregación de masas, para que la música siga sonando, aunque sea bajito y falta de sal. Será que la apatía ha ganado la partida y la corrección política propone paciencia hasta que desaparezca el último contagio. Por desgracia para los más críticos y a lo largo de los siglos, la música ha pretendido imitar el pasado como parte de su evolución. Ahora que que realiza una propuesta de presente y futuro, vuelve a ser demonizada. Nada nuevo; mundo viejo.

Por lo demás, queda por resolver una cuestión que parece quedarse fuera de la bronca en torno a un grupo tan popular como Love of Lesbian. ¿Qué va a suceder con la clase media, media baja y las bandas noveles? La respuesta es tan desgarradora como evidente: lo tendrán aún más difícil, más que nada porque la música también es lo que sucede en los locales de ensayo, en las salas vacías y los clubes. Y sí, hay una diferencia evidente entre un tren o un bar abarrotado y un estadio con aspecto de hospital en sus accesos: el propósito. Otra cosa es el silencio.

Ilustración: http://www.thomashedger.co.uk

Maradona: genio, monstruo, las dos o ninguna

Ayer, con el cuerpo de Maradona todavía templado, las redes se llenaron de lágrimas, nostalgia de glorias idealizadas e insultos duros, muy duros. Así el diez de D10s se alternaba con el maltratador, el genio con el pederesta y putero… incluso algunos reivindicaban a Quino o se alegraban de su muerte tras el anonimato, movidos por la injusticia de creer que el ruido de la pena desbancaba los demonios del Diego, bajito de sombra alargada. Para mas inri la parada cardiorespiratoria coincidía con el «Día contra la violencia de género» y claro, tras los escándalos de Woody Allen, Louis C.K. o Roman Polanski la separación entre la obra y el artista reabría las viejas heridas de género. Porque, ¿es posible amar la trayectoria artística de un monstruo? La respuesta es…

… ante todo compleja. Si en lugar del futbolista utilizáramos (de manera tramposa dada su menor visibilidad) las vidas de Doris Lessing (abandonó a sus hijos pequeños) o Joan Crawford (maltratadora), la cuestión adquiere el aspecto de un teorema afectivo. Lo que está fuera de toda duda es que una obra de arte —a veces un gol también puede llegar a serlo— se produce en un espacio ideal, un mundo dentro de otro mundo dislocado, y nos conecta, nos emociona, nos hace sentir vivos. En esa intersección de éxtasis colectivo se alzan voces en contra de la inmensa mayoría, voces cargadas de moral, incapaces de obviar el hecho de que sí, Maradona jugaba bien al fútbol, pero sus monstruosos actos fuera del campo pesan tanto como la inmortalidad. Silencio incómodo.

Es precisamente después de una reflexión que incumbe a las suma de las partes cuando debemos cincelar el monstruo hasta llegar a nuestro «yo» más intimo. En mi caso seguiré disfrutando con la escultura de Céline, de los brochazos cinematográficos de «Anny Hall» y de la primera y última temporada del «Guernica» alternándolo con la sinfonía del minuto 55 del Argentina-Inglaterra. El desafío no se encuentra en censurar a Maradona, sino en encontrar nuevas maneras de analizar las obras de arte, admitir revelaciones contradictorias, reconocer que el artista es, ante todo, ejemplo de nada, creador de todo lo visible e invisible.

Ilustración: Shujiro Shimomura

Calamaro contra Queen

La verdad es que lo de Andrés Calamaro es un no parar. Ahora ha vuelto a salir al ruedo mediático por atreverse a afirmar que Queen, o los Queen, o como se diga, «son una banda «Top 10″ para aquellos que no escucharon ni diez bandas» o «es grande, pero a su público no le gusta el rock… ni la música en general» y claro, los fanáticos de Freddy se encabronan ante el arrebato de un músico relevante en tierras latinas, pero inocuo en el mundo anglosajón y filomonárquico. La verdad es que el comentario tiene gracia… y no le falta razón. Me explico.

Si nos detenemos en la banda de marras, imbatibles en directo y con uno de los mejores cantantes con bigote de la historia, sus tres primeros discos despliegan ese deje de peligrosidad asociado a la música más dura, sin embargo a partir de «A night at the Opera» son una banda pop con ramalazos guitarreros y una necesitad evidente por adaptarse al signo de los tiempos. De hecho, sus discos suenan mejor ahora que en el año de su lanzamiento, un hecho insólito en la historia del vodevil.

Más allá de la valía artística de «Sin documentos» o «Bohemian Rhapsody» lo más relevante de esta enfervorizada polémica es comprobar que ciertas opiniones a la contra no tienen cabida, precisamente cuando, en lo que a cuestiones musicales se refiere, lo único que importa es la emoción: te toca, te deja frío o te da una arcada. Si pusiéramos en fila india a Bowie, The Clash, Led Zeppelin, The Beatles, Rolling Stones y un largo etcétera, quizás esta vez Calamaro no vaya tan desencaminado. Y el flaco clavó sus puñales en la espalda de la reina.

Ilustración: http://jorgealderete.com/

«Apagón sí, apagón no…»

El debate relativo al apagón cultural —amenizado por un vídeo indescriptible de Marta Sánchez— ha puesto de manifiesto una vez más la incapacidad de un sector (precario) para ponerse de acuerdo. Actores, músicos, mánagers, vendedores de humo, camareros,… todos ellos han elegido un bando, luz más luz o negro que te quiero negro, eliminando cualquier posibilidad de entendimiento. Mientras los cuchillos cortaban el aire en Twitter, Marta y sus «amigos» de cartón piedra dibujaban corazones con las manos.

Sorprende ser testigo de una guerra que ha sustituido el «qué podemos hacer por la cultura» por el «qué puede hacer el Ministerio de Cultura por nosotros», más teniendo en cuenta que las ayudas coyunturales se ofrecen en muchos casos para obtener rédito político —ahora moribundo— y nunca, repito, nunca solucionan el problema, debido a una anomalía inherente al propio oficio: ser músico, actor, escritor —que cada uno incluya el sustantivo correspondiente— no es un medio de vida, sino un modo de vivir. En palabras de Daniel Baremboim, «un acto de coraje».

«El apagón sí, apagón no» es por tanto una disputa baldía, precisamente porque se basa en las convicciones —infundadas o no— de cada individuo, un «yo y mis circunstancias» que destierra a la cuestión reina. Y es que la supervivencia del sector trasciende la opinión de cada uno y, sin embargo, parecemos abocados a cometer el mismo error que los políticos, criaturas que hacen de la concesión y la falta de compromiso su terreno de juego… precisamente aquello contra lo que se rebela el verdadero creador. Y así nos va.

Es otra cosa

No deja de ser curioso que ciertas películas generen reacciones y opiniones tan antagónicas que uno no sepa muy bien qué opinión labrarse, o incluso si merece la pena pagar una entrada antes de zambullirse en una experiencia quizás extática, quizás decepcionante… comentada hasta en la cola exprés del Carrefour.

La polémica está servida y cada cierto tiempo, siempre fiel a su cita del viernes, afilamos nuestros cuchillos, visamos al Movierecord, dilatamos las pupilas y presenciamos un hecho tan irrebatible como unánime: algunas interpretaciones perdurarán siempre en la memoria, incluso cuando la idea de cine nos traslade a un portátil sobre la cama y un murciélago a nuestros pies hecho un ovillo. Porque puedes considerar que «Joker«, «Pozos de ambición«, «Capote«, o «Antes que anochezca» son un puto coñazo o incluso que están sobrevaloradas y, sin embargo, no existe la más mínima duda en lo relativo a Joaquin Phoenix, Daniel Day-Lewis, Philip Seymour Hoffman o Javier Bardem, verdaderos superdotados de un juego en el que el hombre desaparece para regresar a la superficie transmutado en personaje de celuloide, con rasgos humanos ahora convertidos en máscaras de realidad ficticia, ahora tristes, después más tristes todavía.

Y es en este punto, bajo una lluvia de golpes entre el alma y la columna vertebral, cuando planteamos una cuestión igual de irrelevante que esta polémica: si la palabra con la que nos referimos a todos ellos —podríamos incluir a Meryl Streep, Bette Davis y Nuria Espert— es actor, ¿cuál es la que deberíamos emplear para el resto de mortales que forman parte de tan mágico oficio?

Tampoco es payaso; es otra cosa. Y por fin estamos todos de acuerdo en algo.