El concierto de Love of Lesbian del pasado sábado, experiencia pop entre mimbres científicos para 5.000 personas sin distancia y con baile, ha servido para muchas cosas: sacudir la nostalgia, plantear alternativas viables y, por encima de cualquier otra cosa, polarizar aún más el debate. Como siempre la música —intercambiable con el cine por su dependencia de la variable tiempo y el esfuerzo en grupo— recibe las embestidas desde todos los frentes. Unas veces por la falta de transparencia en sus acciones, otras por su consideración de ocio frente al arte «serio» y, en este caso en particular, por contar con un enemigo irreductible entre sus filas: el propio colectivo.
Poco importa que sea el único sector que ha demostrado una firme voluntad por adaptarse. Incluso ha renunciado a su razón de ser, la congregación de masas, para que la música siga sonando, aunque sea bajito y falta de sal. Será que la apatía ha ganado la partida y la corrección política propone paciencia hasta que desaparezca el último contagio. Por desgracia para los más críticos y a lo largo de los siglos, la música ha pretendido imitar el pasado como parte de su evolución. Ahora que que realiza una propuesta de presente y futuro, vuelve a ser demonizada. Nada nuevo; mundo viejo.
Por lo demás, queda por resolver una cuestión que parece quedarse fuera de la bronca en torno a un grupo tan popular como Love of Lesbian. ¿Qué va a suceder con la clase media, media baja y las bandas noveles? La respuesta es tan desgarradora como evidente: lo tendrán aún más difícil, más que nada porque la música también es lo que sucede en los locales de ensayo, en las salas vacías y los clubes. Y sí, hay una diferencia evidente entre un tren o un bar abarrotado y un estadio con aspecto de hospital en sus accesos: el propósito. Otra cosa es el silencio.
