Maltratar animales en nombre de la fiesta

Fiesta y maltrato, binomio tan patrio como el tinto. Extraña forma de asociar la diversión con la herida, el fuego con los cuernos de un astado. Así hemos pasado los veranos siempre, ajenos a un hecho cruel por ser costumbre. Y es que el mundo cambia a paso de gigante, rápido, muy lento, y las mal llamadas bestias aceptan un destino en garras de los guardianes de la cultura en su versión menos humana. Hace falta mirarles a los ojos, a los animales digo. Hay en ellos un rastro de traición por la vida. Mientras, el sufrimiento y la barbarie se celebra como un atardecer cualquiera.

Cada criatura existe por una razón que solo ella comprende. El campo alberga niños, vaquillas, águilas, y de ellos son también las plazas. Esa relación de dependencia se desgarra cada tarde, a la hora de la siesta. Entonces los perros ladran dentro de sus casas. Al otro lado, muy cerca, alguien menciona el respeto por la tradición. Después, grita el nombre del patrón del pueblo, termina el cubata e ignora el deber consigo mismo, aquel de no matarás a un animal si quieres ser alguien decente.

Muchos hablan del derecho a disfrutar de la sangría sin ser llamados asesinos o paletos, del arte incomprendido y la importancia del sector en términos de ingresos, inventos de seres supuestamente inteligentes. No hace falta rebatirles. Sin compasión los días se quedan sin sentido, las noches tienen el sabor del hierro. Volvamos al campo y a la plaza. Son los animales los que aportan la belleza y el latido. De ahí que nunca fueran expulsados del paraíso. Otros seguirán empeñados en tocar el cielo.

Ilustración: Guy Billout

Cuidar, respetar, honrar a los viejos

Esos viejos en sus pieles flácidas, de cauce seco, instalados en recuerdos como pupitres al fondo, en sillas de ruedas. Esos viejos a los que se aparta por viejos y mayores. Esos viejos. Porque la novedad manda y ordena, recluye a los pasados a un ángulo muerto a su pesar. Ellos son vida que queda y quedó en alguna parte, que todavía mira hacia lo que nos falta de futuro. Precisamente ahora, con el escaparate del cine concentrado en una hostia, en sus machos y en aquello que nunca debe hacerse, y menos por amor, vuelve Liza Minelli. Lo hace sin haberse ido, envuelta en sus ojos de tormenta y camerino, en canciones que, precisamente por ser clásicas, suenan a recién hechas.

A ella le encomiendan la categoría más importante, claro, la de mejor película. Duda, se desorienta unos instantes porque ya vive encontrada en todo lo vivido y lo que nos hizo soñar. Entonces Lady Gaga, un mito que versiona al mito, la observa con ternura, principio de toda admiración. Liza duda. Gaga se inclina. Liza mira a cámara. Gaga mira a Liza acercando la mirada. «Te tengo», dice la rubia. «Lo sé», responde la azabache. El ganador no importa. Acabamos de presenciar uno de esos milagros cotidianos. Y de pronto, el mundo es un lugar menos hostil, precisamente porque es fósil.

En la vejez está la recompensa, por eso a los viejos se les cuida, se les respeta y se les honra. Viejos.

Camilo Sesto y el ruido de los vivos

En España sucede algo que se repite con la misma asiduidad con la que la muerte embiste al artista de turno —generalmente intérprete o músico— sorprendiendo a propios y extraños por los acalorados debates en torno a un cadáver todavía tibio. Porque, por una extraña razón difícil de comprender y más allá de las largas colas y las coronas de flores, la tristeza (instrumental o patológica) que aflora de entre el humo del puro y el órdago a chica poco tiene que ver con el último adiós a uno de los mejores cantantes de la historia de este país —a mis ojos el más completo por registro vocal—, sino que se recrea en los numerosos episodios depresivos que asolaron su vida, en las operaciones estéticas a las que se sometió siguiendo el ejemplo del Michael Jackson de la última etapa o en el típico «no era más que un hortera con un par de canciones empalagosas como el algodón de azúcar. Ponme otro Ruavieja, haz el favor».

Quizás sea porque en la tierra del sol pintado y la envidia no hay tiempo para el duelo y la memoria se empaña con el negro de los sermones, pasatiempos para el populacho que reparan en episodios menores de la vida de aquel hombre de ojos azules y expresión triste, autor de 340 temas y con más de 100 millones de discos vendidos en todo el mundo.

Y si las cifras tampoco son el epitafio adecuado para medir la valía de un artista —a pesar que algunos las consideren medida del éxito—, ¿qué se supone que deberíamos decir de alguien que dedicó su vida al indigno arte de cantar? Quizás lo mejor sea contener la bilis, dejar trabajar a los sepultureros y guardar silencio frente al mausoleo de Camilo Blanes Cortés, el único hijo de Eliseo y Joaquina que alcanzó la inmortalidad persiguiendo voces desconocidas atrapadas en una canción.