Contadme el final del «Juego del Calamar»

Sucede que a veces interesa lo que rodea a la «obra». La «obra» en sí misma pues eso, pchhh. El mecanismo de promoción abarca más de lo que desaloja y relega la historia a una excusa para mantener el interés de lo que, de pronto, es un producto de consumo masivo, manta y iPad mediante. En este caso coreano y con una fotografía donde los verdes parecen azules y los rojos sangre. Luego está lo del éxito; millones de fanáticos con máscaras y las uñas mordidas. Entonces no es para mí, como si lo viera. ¡Y encima subtitulada! Con todas estas premisas, prejuicios de gente que dice no tener tiempo, lo mejor es que alguien me destripe el final. Gi-hun gana el premio y la madre muere. O algo así. Porque hay series con las que uno no puede. Sucede también con las personas.

Y aquí entran cuestiones sociológicas. Los hay que la verán para tener tema de charla, formar parte de algo más grande que el universo mental concentrado en un cuerpo de carne. Integración lo llaman. Tú te aburres, muchísimo, pero sigues manteniendo a los amigos. Además, ¿hay algo mejor que quejarse de lo poco que te gusta «El juego del calamar» y verla entera? Bueno sí, decir que aguantase dos capítulos y te sobraron dos, mi caso. Otros, en cambio, lo consumen todo y por todos lados, se trata de un deporte con la información —nada que ver con el conocimiento— como meta. Deseando que llegue la segunda temporada. ¡Pero si no te gustó!, le espetan. Ya, y qué.

Resulta que la cosa mejora a partir del tercer capítulo. Claro, debe de ser como «The Wire» con ciertas limitaciones en el argumento propias del Este. Ya está el hater en mí. Tendemos a coger cariño a los personajes, descastados, solitarios y adictos al juego, viva imagen de los telespectadores. Mejor piel, eso sí.. Ante tanto revuelo con los menores mirando un juego de niños por dinero cada vez siendo más simpatía por la gente que lo dice: «no veo series». Silencio incómodo. Luego les llaman mentirosos por lo bajo, incluso «uy, ese va de interesante». Lo dicho. Contádmela. Me importa tanto como a muchos que tenga nuevo disco con Mister Marshall.

Ilustración: Josh McKenna

Un 9 para «30 monedas»

Ahora que todos somos un poco críticos de fútbol y de la vida moderna es el momento de decir bien alto que en España, además de hacerse películas inolvidables cada muerte de obispo, también es posible sorprender a los guiris haciendo series, sobre todo cuando dejamos al aire las costuras de nuestro particular sueño patrio, una mezcla de aceite de oliva oro, retraso y algo parecido al hedonismo de bar. Y es que si «La Casa de Papel» abría el camino, Candela Peña se encargaría de darle brillo imperial al «Hierro». Con «Antidisturbios» y «Patria», sustentadas en una realidad que renace en la ficción 4096 x 3072, la casualidad quedaba descartada y, por si no teníamos suficiente, «30 monedas» confirma lo que casi nadie sabía y por fin nos atrevemos a proclamar: cuidado con los españoles cuando no quieren ser más que lo que son; ellos y sus circunstancias.

Porque a pesar de que Álex de la Iglesia ya no tuviera nada que demostrar después de treinta años de regímenes alimentarios e historias de gente tirando a fea, humor petróleo y tramas corales, se planta en 2020 con una serie en la que tienen cabida todos nuestros invisibles (guardias civiles, amas de casa, mataderos…) acompañados de criaturas del averno, exorcismos y un cura con más flow que el Karl Malden de «La ley del silencio». Todo eso multiplicado por ocho horas en HBO. Vamos, la hostia consagrada.

Aquí cada uno pensará lo que quiera, pero sorprende ver al chulazo de Miguel Ángel Silvestre convertido en un actor más que solvente además de jurar que esta tierra de luz y chalets sin permisos produce monstruos con aires internacionales. Por supuesto, Carmen Machi sigue siendo la número diez menos nueve, Roque Baños y su banda sonora se perfilan como herederos directos de Alberto Iglesias y Eduard Fernández deja claro en cada plano por qué es el único actor al que le he calentado el güisqui en la barra del Jose Alfredo. Será porque desde anoche sabe quién es el diablo. Si el mal tiene un precio esta serie es impagable.

Volver a los tiempos de la serie «Patria»

En momentos de restricciones horarias y gorros de alpaca lo mejor es refugiarse en un párrafo, un polvo largo o en millones de fotogramas. Y es que cualquiera de estas tres opciones se convierten en ungüento susceptible de ser aplicado a nuestra psique, acuciada por la falta de movimiento y una certeza: se acerca el invierno. En ese espacio, el que uno quiera y cuando pueda, es posible disfrutar de la serie «Patria» y ser testigo de los horrores que por aquel entonces desangraban un país en llamas. La herida, todavía sin cicatrizar, no fue solamente infligida por bombas escondidas en maleteros, el sonido de gatillos y nucas o cartas con un bietan jarrai a modo de despedida, sino que el trato entre los vivos levantaba la costra de una violencia aún más cruel, precisamente porque contenía aspiraciones de libertad.

Por supuesto, ser libre, entonces y ahora, lo entiende cada uno a su manera. Los hay que, bajo la lluvia perenne de ese pueblo pena, están dispuestos a retirarle el saludo a los amigos de toda una vida, dejar de pasear juntos en bici, negarles un cuarto de jamón de York, convertir la convivencia en un fruto marchito, pasar el tiempo negando el peor de los temores: a veces, las guerras se libran en casa, al margen de vecinos y balas.

Al igual que los personajes-personas de la novela de Fernando Aramburu, aquellos que la consuman, de una tacada o con moderación, sacarán sus propias conclusiones. Algunos preferirán «Antidisturbios» o directamente el libro, otros se pasarán al magreo lúbrico de «La isla de las tentaciones», y los menos comenzarán a entender que la única manera de rebelarse contra cualquier forma de violencia, invisible o rotunda como un ¡Gora Eta!, es a través del perdón. Palabra y obra de Bittori y Viscarret.

Ilustración: Félix Viscarret

Venga, un capítulo más y ya…

Con este mantra tan falso como el abrazo de un músico comienza la experiencia más parecida a ingresar en un convento de clausura que se pueda experimentar en el mundo moderno. A partir de ahí la vida adquiere la forma de una carretera perdida, el aislamiento se sobrelleva con la ingesta irresponsable de alimentos procesados y el tiempo es entelequia, ocio en vena.

Llegan los títulos de crédito y la duda se apodera de nosotros mientras iniciamos la cuenta atrás: 9 segundos y las sienes nos palpitan; 8 segundos y percibimos en las fosas nasales los dos días sin ducharnos; 7 segundos y los propósitos del tipo «este es el último, ¡lo juro!» se acumulan en la cuenta de usuario; 6 segundos y bueno, tampoco pasa nada por echar otra hora delante del ordenador, solo son las tres de la mañana… así hasta perder la guerra una vez más. La diferencia se encuentra en el adversario, y al sargento Hartman le substituyen ahora Carrie Mathison y John Selby, Eleven y el monstruo baboso, Jon Nieve, un enano y el reactor número cuatro de Chernobil.

Porque es imposible renunciar a ver seis temporadas de golpe cuando el horror campa a sus anchas ahí fuera, porque mejor soñar mientras la incertidumbre de la crisis y el desamor amenazan con despertarnos de la siesta, porque nunca fue más fácil convencerse de que empalmando series en streaming llegaríamos a alcanzar una felicidad que parece poder estirarse mientras haya conexión a Internet, hasta el infinito y con manta. No nos engañemos; tener el poder de elegir no significa ser capaces de imponer nuestra voluntad… y así comienza un nuevo capítulo. PRINCIPIO.

Somos los putos Peaky Blinders

Parecía imposible. En plena era del chándal desprovisto de metal, con el movimiento de rotación de la tierra superando con creces los 1.700 kilómetros por hora y el compromiso político a la altura del felpudo de la caseta de Toby, «Peaky Blinders» se impone como un fenómeno global… reivindicando un estilo pretérito. ¡Joder!

Porque la segunda década del siglo XXI es un menú audiovisual a la carta donde la cocaína y el whisky han sido substituidos por el MDMA y los zumos detox, el tabaco por un puto vaporizador sabor regaliz, la elegancia de los trajes-tres piezas por unas chanclas con calcetines y, sin embargo, una serie ambientada en 1929 al compás de Nick Cave representa un elogio de la paciencia y el claroscuro, sin olvidar las aventuras de siempre en las que la familia gitana, el sexo a pelo y la redención, la amistad, la venganza y unas cuchillas escondidas en una gorra de lana merina ocupan un lugar destacado, sin prisa, entre el opio y la niebla, a escasos metros de un corcel negro aparcado en una calle sin asfaltar.

Resulta que en la nueva temporada, un torturado Thomas Shelby se enfrenta a Oswald Mosley, seductor con envoltorio «Made in Savile Row», representante del fascismo de tribuna y raíz engominada del mal con intereses en China… ¿os suena de algo? Será simple casualidad o que el problema ha alcanzado la envergadura planetaria de Netflix, arancel de tardes a 11’99 € en las que la ficción —inspirada siempre en hechos reales— imita por enésima vez a la realidad hasta convertirla en el pasatiempo favorito del mismísimo diablo.

Además enseña un poco de historia, deja bien claro que en tiempos de cracks bursátiles los guantes de cuero negro no eran patrimonio exclusivo de las sesiones sado y que una vez, no hace demasiado tiempo, unos paletos de Sheffield atemorizaban a los Latin Kings escupiéndoles a la cara aquello de: «¡Somos los putos Peaky Blinders así que apaga esa mierda de reguetón!»

¿Por qué nunca nos gustan los finales de las series?

A nadie le gusta que las cosas se acaben, sobre todo si éstas conllevan altas dosis de placer: las vacaciones nudistas en Formentera, el efecto narcótico del alcohol en nuestro torrente sanguíneo transformándose en resaca mortal, ese momento que esperamos durante meses ahora arrinconado, un recuerdo lejano…

Lo que es verdaderamente insoportable es asistir al final de nuestra serie favorita. Y da igual que se trate de Juego de Tronos (2019), Lost (2010), Los Soprano (2007), Expediente X (2002) o Twin Peaks (1991)…, porque en todas esas franjas anuales, con sus coyunturas humanas y sociales, entre la televisión y la fibra óptica, nadie pareció estar contento con el último episodio, con la excepción de aquellos que se negaron a verlo para evitar el mal trago.

En lo relativo al invierno que nunca llega, al tal Jon Snow y sus luchas internas con el enano, la decepción es todavía mayor porque nos pilla en la era de la barra de scroll, herramienta que procura contenidos infinitos con el simple contacto de nuestro dedo sobre la fría pantalla del móvil. Y sobrevuela sobre nuestras cabezas el dragón de la precuela, y la secuela de la secuela, y si no, siempre nos quedará Marvel o Disney, varias alternativas para evitar la versión final y definitiva de esa hora y media semanal de desconexión en el sillón, el metro o la cama, lejos de todo, más cerca de nosotros.

¿No se suponía que los desenlaces, a pesar de llegar siempre en el peor momento, servían para dar sentido a una historia que fue creciendo a medida que nos hacíamos un poco más viejos? Resulta que, en el siglo XXI, los cuentos han dejado de escribirse para apaciguar nuestra confusa cabeza; ahora sirven para informarnos, para advertir sobre ciertas pautas de comportamiento, se han convertido en metadatos que se replican una y otra vez a cualquier hora del día y el espacio.

Así hemos desterrado los finales de nuestras vidas, incluso solicitamos escribirlos nosotros mismos en un intento —un poco absurdo por otra parte— de adaptarlos a nuestra propia conveniencia. El desenlace ya no es conclusión porque no representa más que una nueva oportunidad para seguir hablando de algo que no termina… hasta que encontremos el substituto perfecto, el enésimo fenómeno televisivo en Netflix, HBO o Amazon Prime. Qué pena.

Y si todo principio es inesperado, ¿dónde hay que firmar para que el final también lo sea?