El festival de las ocasiones perdidas

La indignación es un motor que gripa. Así se demuestra en estos titulares: «Indignación de los autónomos por el hachazo a las cuotas»; «Indignación con el regreso de Carlos Santiso al Rayo»; «Indignación de Neil Young ante los comentarios antivacunas de Joe Rogan»… La indignación a solas, ella, anda envuelta en el origen de muchos de nuestros actos, tanto que llega a deshacernos. La penúltima, y la de la última semana, arremete contra la decisión de un jurado, algo incomprensible porque la inserción de la palabra concurso junto a la palabra música implica, ya por definición, que algo huele a podrido en Benidorm. Después llega la ira y ahí, en el cruce de Rigoberta, Tanxugueiras y Chanel, la sangre acompaña la canción de fondo, boom, boom.

Le sucedió lo mismo a Carrie en aquel baile de fin de curso. Ahora, en cambio, nadie tiene poderes telequinéticos —excepto RTVE que velaba por su inversión— y tanto enojo desde tantos frentes no hace más que refrendar el profundo desinterés por lo que sucede en esta supuesta industria: conciertos vacíos o cancelados, nula promoción de canciones para no bailar y todo a toda hostia y en Spotify. Bueno, pues sucede que el anonimato también hace carreras, permite avanzar hacia algo bello y perdurable. Aviso para fans: la pasión se demuestra cada día.

En el ángulo muerto, relegada a un par de tweets con ánimo de hacer pensar —pereza—, queda una profunda sensación de fracaso. El folclore popular, la teta y la madre, los discursos de mujeres con razones para cambiar no ya el mundo pero sí una baldosa, todo eso se topa con un muro de vetustas e inamovibles reglas que dan forma de falo a este sistema. Resulta que, de momento, solamente hay espacio para la misma sangre de siempre. Una ocasión perdida. Otra más.

Ilustración: olimpiazagnoli.com

El resumen anual de Spotify

Eres lo que escuchas, también lo que lees y piensas entre medias. Lo de comer va junto. Porque éstas son, probablemente, las tres cosas más incomprendidas junto a la palabra libertad. Grabar un disco, escribir un libro, preparar una paella… ¡cuántos misterios reducidos a un tiempo de disfrute —véase consumo— insignificante en relación al sudor del que lo hace! Minutos, en ocasiones horas, meses y hasta años. Luego se enseña, y ya. Como un pedo. Así funciona la creación, eso de pulir y fracasar exhibido gratuitamente en las plataformas digitales: 24.000 nuevas canciones al día en Spotify. Y como la cosa va de números, la empresa nos agasaja cada año con estadísticas y confeti. Así nos conocemos, asumimos que sin música todo es peor y olvidamos la miseria que pagan a los artistas: sí, 0,0033 dólares por reproducción.

Y es que nos da igual la precariedad inherente al músico, porque aquí importan los números y nuestras propias listas de reproducción. ¡Déjame tranquilo con las tuyas! Como siempre habrá de todo en función de la curiosidad del oyente, pero en el 2021 los más reproducidos fueron Olivia Rodrigo, Bad Bunny rimando gorra con cotorra, el almíbar de Taylor Swift, los ocho surcoreanos pálidos de BTS y Drake en anorak. Bueno, no está nada mal, que la música no es ni buena ni peor y sólo las malas canciones nos ponen tristes.

Eliminados los conciertos de la mesa, algunos músicos se aferran a la venta de discos para penar menos. Se trata de formatos sublimes y carísimos que la mayor parte del tiempo se venden para cubrir los costes de edición. Como siempre, el ángulo muerto no trasciende o lo hace poco y Spotify sigue a lo suyo, invirtiendo en biografías sonoras del usuario, acaparando redes con su «Wrapped 2021» y aplicando la ley del monstruo al que hay que echar de comer. Muchos olvidan que terminarán siendo escupidos en menos de lo que se termina una canción, una en la que todo se cuenta en los primeros cuatro compases.

C. Tangana, la Lola Flores de hoy

El simple hecho de hablar de un disco patrio es, ya de por sí, todo un éxito. Y más si se trata de uno que se consume a la velocidad con la que se despachan sus canciones, en línea, cortas, intrascendentes y por tanto perfectas. Al fin y al cabo, la música siempre importó poco, y menos ahora. Porque nunca, en toda la historia de este arte menor, había pesado tanto el continente, algo que C. Tangana entiende mejor que Alaska. El contenido es un disco en el que su autor pasa de puntillas para entrar en el mercado por la puerta grande. Eso sí, convertido en un artista total… en chándal. Todo suena a refrito y en la pomada, desde la rumba ratonera puesta de Auto-Tune® a la bossa con sabor a cocido madrileño, y los invitados aplican el pasapuré con tanta clase que incluso mi madre habla de un chico que ni canta, ni baila, pero no se lo pierdan.

Y es que hay algo que aterroriza en «El Madrileño» y es la certidumbre de que para hacer un disco popular se necesita convertir el impulso, el rayo o como queramos llamarlo, en cadena de montaje, vender el corazón —el alma es cosa de antiguos— a cambio de una posteridad que ahora es tendencia en Twitter, luego memoria pasajera. Así se diseñan los mitos en el 2021, con disciplina audiovisual, trabajo de cirujano plástico e instinto para las ventas. Vamos, igual que siempre, aunque con una diferencia: Antón renuncia a lo bueno para ir a lo grandioso.

Da igual si el disco te gusta o no. Lo importante es que en la fórmula agotada del éxito se abren grietas y por ellas se cuelan jóvenes audaces con la capacidad de convertir sus limitaciones en bitcoins. Sobre todo cuando el mundo se desmorona, momento en el que algunos caen en la cuenta de que todavía es posible. Me convertí al Tanganismo hace tiempo, una noche que le vi en un concierto junto a Nina, la cantante de Morgan. Los dos nos miramos sin entender nada y hoy debemos rendirnos a la evidencia de que el rey no tiene ventrículo, aunque sí un hueco en lo que nos queda de pecho. Eso y un medallón brillante como un satélite.

Ilustración: Iván Floro

¿Cómo escuchamos música en 2020?


Los de Spotify son más listos que el hambre. Y no sólo porque pagan poco, mal y tarde, sino porque se han currado un caleidoscopio a modo de resumen con el que recordar a sus usuarios, por si no lo sabían, su actividad melómana traducida en cifras. Así es, somos la música que escuchamos y poco más, barcos de arroz a la deriva con un ritmo en mente, quizás un podcast o aquella canción que sonaba de fondo la primera vez que follamos. Pero lo más importante en este año de pérdida —un detalle en el que no han caído ni siquiera los rusos— es definir un poco mejor nuestra forma de escuchar música. Cada uno con sus limitaciones y sesgos, sus placeres culpables y sorderas a la moda. Sí, han sido meses de mucha mierda y, sin embargo, ahí estaba, siempre a punto, esperando a ser descubierta, tendiéndonos la mano. El mundo se detiene y ella sigue… fuera de las listas.

Qué mejor manera de agradecerle nuestra salvación que no limitándonos a disfrutarla por el simple placer que nos dispensa, por la compañía que procura mientras cocinamos, por el mundo que teje dentro del mundo. Es escape, y también algo más. Nos permite encontrar un sentido a lo invisible y, en ocasiones si la canción es redonda, reaparece ante nosotros con un mensaje en braille; misma forma, distinto contenido. Copland se refería a ese nivel como expresivo. Siempre significa algo, nunca podemos explicar del todo qué.

Por último, y esta es una idea mermada por la falta de tiempo a la que nos hemos acostumbrado, la música se desliza en un plano de pentagramas y color, tonalidades y motivos, cimientos que sostienen su parte sensual y expresiva. No es cuestión de notas, melodías o compases, va más acá, y aspirar a ese nivel de conciencia convierte la (simple) escucha en una escucha con propósito, probablemente lo único que respetará el 2020. Y «recuerda: la información no es conocimiento, el conocimiento no es sabiduría, la sabiduría no es verdad, la verdad no es la belleza, la belleza no es el amor, el amor no es la música, la música … la música es lo mejor». Ni Spotify conseguirá cambiarlo.

Ilustración: Henn Kim

La necesidad de lo inútil

Decía Diego Bardón, torero mágico y maratoniano arrestado por negarse a matar a un novillo, aquello de «me siento feliz porque me considero absolutamente innecesario. Para mí, no he hecho nada relevante. Soy tan innecesario como podría serlo el presidente del Gobierno si no lo fuese: un señor más». Y así también nos sentimos muchos, aunque no son tantos los que se niegan a reconocer el escasísimo valor de editar un disco o un libro, y más en 2020. Soles y lunas trabajando, incluso domingos de guardar, dinero y conservas, algún que otro desvelo y, nada más publicarlo —salvo alguna excepción como la de Rozalén que nos ataca en sueños—, el resultado pasa completamente desapercibido, un producto más en la estantería algorítmica de Spotify o Amazon.

Y es que lo primero de todo, antes de comenzar a moldear, debemos de ser conscientes de la inutilidad del arte más allá de las necesidades inherentes al binomio creación-creador, proceso de pérdida en el que la obra finalizada (o abandonada) poco o nada se parece al boceto. De ahí que resulte sorprendente hablar de éxito, más bien un malentendido consensuado a base de formateo industrial y cientos de cuestiones relativas a la venta de productos perecederos. Y sí, tu nueva canción tiene 50.000 visitas, un millón y un cuarto menos que cualquier vídeo de perros o el Baby Shark Dance. Allá cada uno con sus mierdas.

A pesar de todo, desde aquí reivindico lo inútil y la utilidad de lo innecesario como manera no sólo de respirar, sino como acto de rebeldía en un mundo absorto más que nunca en la «neoindividualidad» rampante que implica salir adelante cada día. Eso sí, renunciar a lo bueno por intentar rozar el lado de la mayoría carece de sentido porque la mayoría está a otras cosas. Además, ¿a quién le importan las historias de éxito si no es a los más inútiles? Pensadlo. De esta forma lo innecesario se convierte en el pan de cada día… hasta que la vida fracase ante la muerte.

Ilustración: Andrea Ucini

Billie Eilish, ¿del cuarto al estrellato?

De repente llega una niña de dieciocho años con nombre de chico y mala cara, las rodillas en carne viva y el pelo Pantone® verde 354 C y arrasa el mundo con canciones escritas en una leonera junto a su hermano Finneas. Y claro, el resto de músicos (jóvenes y no tanto), deslumbrados por la fibra, el éxito y los auriculares del tamaño de un guisante creen haber encontrado la manera de seguir sus pasos de gigante en chandal porque, si ella pudo hacerlo en un estudio-mesa Ikea, ¿por qué los demás no?

Hecho el sueño, hecha la trampa. Detrás de la música —fascinante, oscura y pegadiza como el coronavirus— encontramos a varios señores con barba y gorra que se han labrado sus carreras sónicas a los pies de Beyoncé, Ariana Grande, Drake o Ed Sheeran. Pero, rebobinemos. En 2015, publica una canción en Soundcloud que llama la atención de pesos pesados de la industria —discográfica y mediática— como Zane Lowe o Jason Kramer, «arrastrados» a ese «streaming» en particular por obra y gracia del manager de los hermanitos. Y llega el publicista conectado con Chanel, y de ahí a una estilista y en el 2016 firma por una filial de Interscope Records encargada de modelarla para reinar en la vanguardia de la fealdad.

Las canciones se relanzan en 2017 vía Apple Music’s Beats, se graban varios remixes para que suene y resuene en los clubes más «cool» de Las Vegas e Ibiza, la chavala firma con Next Models, su lista de Spotify lo peta con un billón de escuchas y en 2019 lanza un disco que es un prodigio, tanto estético como sonoro. Ahí está, amigos; entre el cuarto y el estrellato se interpone todo un oscuro universo para el que solo están destinados algunos planetas, Rosalía, tres satélites Tesla y una estrella llamada Eilish, Billie Eilish.

Vi la última de Tarantino sin abrir los ojos

A veces, las menos, algunos cuentos no necesitan leerse, sino que pueden ser disfrutados a oscuras y con los ojos cerrados, en compañía de Spotify, la radio de nuestro tiempo. De esta forma, un poco absurda y nostálgica, he sido capaz de recrear en mi cabeza «Once upon a time in… Hollywood«, la novena película del director Quentin Tarantino… que aún no he visto.

Y es que KHJ Radio, emisora de Los Ángeles nacida en 1965 bajo los mandos de Bill Drake, es el hilo conductor de esta historia que, como siempre, descansa en su banda sonora, colección de canciones con la capacidad de transformar en imágenes lo que en principio es ficción, o sueño, quizás realidad. Porque la obra de Quentin suena a música antes de ser filmada.

Créditos: Roy Head y el «Treat her right«; Cliff Booth/Brad Pitt conduce un Cadillac 1966 Cuope DeVille por Sunset Boulevard mientras sintoniza «Ramblin’ Gamblin’ Man» de Bob Seager; Rick Dalton/Dicaprio frunce el ceño, se ajusta la cazadora de cuero color mostaza y Deep Purple descargan «Hush«. Estamos en 1969 y estoy teniendo una erección. En esa década era imposible saltarte los anuncios y en la radio es momento para la publicidad: ¡cerveza Mug Root en su nueva botella! Aprovecho para llamar a mi madre, abrir unas patatas y darle un like a la pedorra de Miranda Makaroff.

¿Quiénes son los Buchanan Brothers? Al parecer el cantante era «Son of a lovin´man«, y de nuevo el cine convierte una canción desconocida en algo familiar, tuyo, mío, nuestro, en esa melodía extraviada que siempre estuvo allí. Los segundos pasan, la vida se ensaña con los personajes. Me enredo una y otra vez en «The Circle Game» y con Paul Revere & The Raiders las flores en el pelo de Sharon Tate no son más que un charco de sangre en el salón. Arrasan Los Bravos, y «California Dreaming« y José Feliciano me confiesan que los niños ciegos no saben que lo son hasta que los mayores se lo dicen. Así es la música, un truco de magia envuelto en una película a todo color. Disparos. FIN. Silencio.

Eres lo que escuchas en Spotify

Tiempo estimado de lectura: cualquier canción de Los Ramones.

El año 2018 puede resumirse en canciones, más concretamente en las 2520  que según Spotify, has escuchado a lo largo de estas cuatro difusas estaciones, periodo de tiempo que, independientemente de las malas rachas, siempre fue substancialmente mejor si en tus cascos, en el coche, en el baño del Ochoymedio, en la ofi, en el gimnasio, en el chirinquito de la playa, en el supermercado y en el tanatorio había música.

Lo has logrado, ¡has batido tu propia marca!: 17179 minutos, 286 horas, 12 días completos acompañado por los teclados de Nils Frahm, abanicado por las melodías de Joep Beving, rodeado de tus géneros favoritos, el pop, la música clásica, la electrónica, al ritmo que te pedía algo dentro de ti que nada tiene que ver con lo que dicta el mundo de ahí fuera, ese que gira a toda hostia y que se deshace de los viejos, de otros más jóvenes que se rompieron precipitadamente y acoge a Julia, una niña envuelta en una placenta con forma de pentagrama, acunada entre las cuerdas de una guitarra para diestros.

Porque si lo piensas es fascinante que puedas tener toda la música grabada en el bolsillo, esa mezcla imperfecta de ritmo, melodía y armonía, escrita por disidentes que lo hacen justo cómo y cuándo ellos quiere y que, paradójicamente, es exactamente cómo y cuándo tú quieres: las grabaciones en directo de Aznavour en el 1955, las de Rosalía en su estudio casero en el 2018, las «Variaciones Goldberg» garabateadas sobre papel (muy escaso) en 1741 y grabadas por Glenn Gould en el 56 y el 81 ahora… Y quizás tú no existías, y si ya eras no fuiste tenido en cuenta, o tal vez fueron escritas para ti sin que nadie lo supiera, y resulta que los astros hablan hoy, días antes del 2019, y te susurran al oído que la mayor parte de los artistas a los que escuchas son Sagitario, como Frank Sinatra y Sia, y que tu cara B es precisamente lo que contrario de lo que Spotify te recomienda: «A veces la música no tiene por qué ser compartida con nadie más».

Y que siga sonando entre copos de nieve y rayos de sol, entre silencios,  entre tinieblas.