El simple hecho de hablar de un disco patrio es, ya de por sí, todo un éxito. Y más si se trata de uno que se consume a la velocidad con la que se despachan sus canciones, en línea, cortas, intrascendentes y por tanto perfectas. Al fin y al cabo, la música siempre importó poco, y menos ahora. Porque nunca, en toda la historia de este arte menor, había pesado tanto el continente, algo que C. Tangana entiende mejor que Alaska. El contenido es un disco en el que su autor pasa de puntillas para entrar en el mercado por la puerta grande. Eso sí, convertido en un artista total… en chándal. Todo suena a refrito y en la pomada, desde la rumba ratonera puesta de Auto-Tune® a la bossa con sabor a cocido madrileño, y los invitados aplican el pasapuré con tanta clase que incluso mi madre habla de un chico que ni canta, ni baila, pero no se lo pierdan.
Y es que hay algo que aterroriza en «El Madrileño» y es la certidumbre de que para hacer un disco popular se necesita convertir el impulso, el rayo o como queramos llamarlo, en cadena de montaje, vender el corazón —el alma es cosa de antiguos— a cambio de una posteridad que ahora es tendencia en Twitter, luego memoria pasajera. Así se diseñan los mitos en el 2021, con disciplina audiovisual, trabajo de cirujano plástico e instinto para las ventas. Vamos, igual que siempre, aunque con una diferencia: Antón renuncia a lo bueno para ir a lo grandioso.
Da igual si el disco te gusta o no. Lo importante es que en la fórmula agotada del éxito se abren grietas y por ellas se cuelan jóvenes audaces con la capacidad de convertir sus limitaciones en bitcoins. Sobre todo cuando el mundo se desmorona, momento en el que algunos caen en la cuenta de que todavía es posible. Me convertí al Tanganismo hace tiempo, una noche que le vi en un concierto junto a Nina, la cantante de Morgan. Los dos nos miramos sin entender nada y hoy debemos rendirnos a la evidencia de que el rey no tiene ventrículo, aunque sí un hueco en lo que nos queda de pecho. Eso y un medallón brillante como un satélite.
