Sobre el jet lag

La vida moderna es un tránsito de husos horarios. Desde el avión divisamos la Tierra plana, llena de peces. Mientras, la luz o su sombra rompen el ritmo circadiano. No hay separaciones ni fronteras en un mundo de culturas tan locales, tan de todos. De ahí el grito entre el cansancio y esta vigilia de espejos. MadridCDMX en cuatro películas y un viaje al baño. En el siglo XIX, los aventureros tardaban cinco meses. Ahora, la distancia se mide en un plato de pollo con arroz sin gracia. De postre, el Sol desde el oeste. Y sueño que no cansa, vida y sueño.

En este estado de ensoñación permanente el sopor se confunde con los Uber. Uno come, pero quiere dormir y cuando duerme tiene hambre. El árbol intercambia sus hojas por bandadas de pájaros. Un curandero rocía con humo la cara de una americana. El futuro fue esto. Porque todo es pasado en México. La extensión del tiempo dentro de un enchufe, en sopas de mazorcas de maíz y en esa reverencia de ojos negros. Nace un no espacio con cada respiración. Faltarán horas de vida.

Cae la noche. Salsa verde en cuerpo y párpados. Al dormir, algunos sobrevuelan esta ciudad de jacarandas y guacamole. La amnesia siempre hacia delante. La memoria en el asiento del copiloto. El alma atrás. A las cinco y media de la mañana, el extranjero abre los ojos, pero no despierta. En ese limbo se sucede. Si pudiera, borraría el punto de partida de los mapas. El destino le expulsa cada vez un poco. El cuerpo que viaja a la velocidad de un avión es incapaz de dominar la mente apegada al suelo. Nadie puede dominar el tiempo. Nadie pudo conquistar América. El mundo, mientras, vela, por fin existe, refleja otros universos en ninguna parte.

Sábanas

Por sus sábanas conocerás a la persona. En ellas se funden carne y descanso, partículas que luego giran en una lavadora. Y es que las sábanas, como las galaxias, pueden ser de todos los colores: blancas, rojas o de rayas de pijama. Algunos atisban en su tacto una posibilidad para fugarse. Otros, menos optimistas, buscan desiertos, olas, velos. Casi nadie sabe que, bajo las sábanas, conocemos al otro en su mejor y en su peor versión, en el brillo de la mañana, bajo la luna y una noche triste. Desde arriba, tan dentro, una pareja se entrelaza para formar un signo del zodíaco. Sábanas de agua que no moja, túneles de viento de la boca.

Nada más noble que cambiar las sábanas y dejar que corra el aire. Se trata de una tarea emparentada con la del enterrador. La materia prima cambia, pero hay una búsqueda de paz, de respeto por los que viajan. Y todos vuelven. Al cambiar las sábanas, la casa se despierta fresca y la fruta del desayuno sabe a árbol, vivir cansa menos y es fácil seguir el rastro de todo lo soñado. Nunca te enamores de alguien que no cambia las sábanas con frecuencia. Es así como querrás que huela tu vida.

Una sábana une. Incluso cuando la relación está ya rota. Uno coge la sábana por un extremo. El otro imita el gesto. Los brazos se encargan de plegar la superficie, que va menguando como mengua el infinito. Otro doblez, como si se tratara de un vestido de comunión. Entonces, el pecho hace de apoyo y las piernas dan un paso. La mirada del uno hacia sus manos y hacia la mirada del otro que dobla y va acercándose. La sábana ya no es sábana, ¿un mantel? Otro doblez, otra mirada. De la sábana queda el recuerdo de la sábana. Los amantes nunca estuvieron más cerca. Debió de ser otro sueño, una sábana de invierno blanco.

Ilustración: Mark Tennant

¿Cuánto pagarías por ser abducido?

Desde el Paleolítico, incluso antes de «La Guerra de los mundos» y Mulder & Scully, los habitantes de este planeta han sentido una curiosidad infinita por el universo y sus misterios. Cada noche, envueltos en mantas de crochet y alrededor de una lumbre, fumaban y admiraban las estrellas con la incertidumbre —nunca consumada— de ser invadidos por alienígenas empadronados más allá de la luz que demostraban tener malvadas intenciones… a juzgar por su falta de interés por conquistar la Tierra. Ahora, tras meses de broncas políticas y apocalípticas en Madrid, Galapagar y Washington D.C., el desmantelamiento del sistema sanitario mundial y otro advenimiento de la temporada de gripe, muchos de nosotros estaríamos dispuestos a pagar cientos de euros por ser abducidos. Incluso miles.

Por supuesto, no se trataría de una abducción cualquiera. Al más puro estilo Niara Terela Isley, antigua operadora de radares de las Fuerzas Aéreas de EE.UU., el secuestro tendría lugar dentro de casa. Por la fuerza, unos reptilianos con rabo —largo, por supuesto— nos tirarían del pelo, nos empujarían al interior de un desangelado platillo volante y abusarían de nosotros durante diez largos días, domingos incluidos. En los ratos libres, tareas tan inútiles como mover cajas de un sitio a otro y exprimir limones nos serían encomendadas. Así hasta devolvernos sanos y salvos…, y en contra de nuestra voluntad.

El problema de esta fantasía con tintes de ciencia ficción X es que el desenlace acontece en el último lugar en el que muchos de nosotros querríamos estar, una sociedad tocada y casi hundida, repleta de homínidos tristes bajo nubes que amenazan tormenta. Al contrario que en «E.T. El extraterrestre», y por una vez, nuestro final soñado sería más bien despertarnos en Marte rodeados de millones de seres esponjosos. Y como mucho telefonear a casa.

Ilustración: Meme

El mal sueño de «todos los conciertos inolvidables»

Es curioso como la comunidad de músicos —creadores hipersensibles en los márgenes de una sociedad aquejada de sordera— replican comportamientos que los emparentan con cualquier influencer de Instagram o un funcionario de la Secretaría General de Transportes.

Y con esto no me refiero al uso indiscriminado de «robados dolosos» en cuclillas frente a una masa estrábica —en ocasiones «aumentada» con Photoshop—, ni siquiera a las tendencias en materia de equipo que los arrastran a utilizar las mismas guitarras, los mismos pedales, los mismos módulos de sampleo y percusión o esas camisas de palmeras tan poco favorecedoras adquiridas en Asos. No.

El problema al que se enfrenta el músico en España, además de la precariedad, los desplazamientos en furgoneta, el exceso de fe en canciones intrascendentes, la obsesión por el éxito (manufacturado), los pantalones pitillo, la alopecia, la ceguera y la envidia, la animadversión por Izal y el regreso de Nacho Cano —no hacía falta, de verdad—, es la percepción distorsionada de sus propios conciertos. Basta con leer el pie de foto, colección de plantillas del género: «no hay palabras para explicar el concierto de ayer», «todavía estamos flotando», «recuperándonos de los sucedido anoche», para plantearse si en realidad no estarán sufriendo una sobredosis de endorfinas con efecto distorsionador de la realidad, lo que vulgarmente se conoce como «el mal sueño de todos los conciertos inolvidables».

Resulta que la música no está exenta de intrascendencia y, por desgracia, la tan manida magia surge con la regularidad de un cometa, en uno de cada X conciertos, instante fugaz envuelto en la memoria dañada de unos músicos que hacen de la felicidad del oyente un trabajo diario… en el mejor de los casos. Lo de bailar al terminar de tocar no cuenta y se computa como pesadilla.

La cama y el tiempo suspendido entre dos sueños

Una cama es un universo rectangular alrededor de un sistema perfecto que se deteriora. Y no solo eso. En ocasiones el colchón duro o amarillento —nos vale también con una vieja manta llena de pelos de gato— actúa como un barrera de coral al margen del día a día, de la noche que antecede al amanecer y por lo tanto a la vida que regresa. Y en ese punto, lugar de encuentro y conflicto entre dos cuerpos desnudos y sudorosos, se produce el milagro.

Resulta que las palabras pronunciadas dentro de los límites de una balsa de aceite y látex nunca se pronunciarían en la calle o en el trabajo. Los amantes se miran a los ojos y reconocen que sus respectivos matrimonios no funcionan, que por eso huyen en compañía de alguien más extraño, que en horizontal y en una habitación extraña parecen reencontrarse con lo que realmente son, un poco más acá, menos allá, más ellos mismos… y las conversaciones fluyen de tal manera que se acaba diciendo más de lo debido porque en realidad ¿hay algo más parecido al viento que una cama? Después recuperan el ritmo cotidiano, se visten con cierta pesadumbre y vuelven retomar exactamente donde lo dejaron, al principio de algo que se parece poco a lo que realmente quieren.

Las parejas estables, en cambio, dejan de hablar antes de cerrar los ojos porque saben que a la mañana siguiente las palabras empleadas en el cuadrilátero multiflex regresarán a ellos como un sueño recurrente, y claro, nadie quiere volver a recordar lo que nunca se llegó a decir por culpa de la convivencia convertida en un acto repetitivo; pero hijo, ¿por qué quieres dormir siempre con nosotros? ¿De qué tienes miedo?

Son las 7:27. Estoy solo. Miro el techo manteniendo mis huesos hundidos entre las plumas de un colchón carísimo y lo compruebo: el tiempo se detiene y el mundo ahí fuera no me agarra por el cuello. Después de todo, ser bueno en la cama no es más que dormir del tirón y mantener la boca cerrada…