Desde el Paleolítico, incluso antes de «La Guerra de los mundos» y Mulder & Scully, los habitantes de este planeta han sentido una curiosidad infinita por el universo y sus misterios. Cada noche, envueltos en mantas de crochet y alrededor de una lumbre, fumaban y admiraban las estrellas con la incertidumbre —nunca consumada— de ser invadidos por alienígenas empadronados más allá de la luz que demostraban tener malvadas intenciones… a juzgar por su falta de interés por conquistar la Tierra. Ahora, tras meses de broncas políticas y apocalípticas en Madrid, Galapagar y Washington D.C., el desmantelamiento del sistema sanitario mundial y otro advenimiento de la temporada de gripe, muchos de nosotros estaríamos dispuestos a pagar cientos de euros por ser abducidos. Incluso miles.
Por supuesto, no se trataría de una abducción cualquiera. Al más puro estilo Niara Terela Isley, antigua operadora de radares de las Fuerzas Aéreas de EE.UU., el secuestro tendría lugar dentro de casa. Por la fuerza, unos reptilianos con rabo —largo, por supuesto— nos tirarían del pelo, nos empujarían al interior de un desangelado platillo volante y abusarían de nosotros durante diez largos días, domingos incluidos. En los ratos libres, tareas tan inútiles como mover cajas de un sitio a otro y exprimir limones nos serían encomendadas. Así hasta devolvernos sanos y salvos…, y en contra de nuestra voluntad.
El problema de esta fantasía con tintes de ciencia ficción X es que el desenlace acontece en el último lugar en el que muchos de nosotros querríamos estar, una sociedad tocada y casi hundida, repleta de homínidos tristes bajo nubes que amenazan tormenta. Al contrario que en «E.T. El extraterrestre», y por una vez, nuestro final soñado sería más bien despertarnos en Marte rodeados de millones de seres esponjosos. Y como mucho telefonear a casa.
