Nunca volverá la normalidad

El asalto al Capitolio de Estados Unidos representa ese esguince con el que entramos en 2021, secuela de un año infame. Y es que el regalo bajo el árbol, envuelto en sesgos y luchas fratricidas por el control del discurso, no podría estar más envenenado. Será porque el remitente es Trump, ultra de los fines a cualquier precio, vida mediante. Porque aquí de lo que se trata es de romper el gobierno por y para el pueblo, ¡qué sabrán ellos!, desacreditar las instituciones corroídas por el cáncer del poder e instalar en el imaginario colectivo —70 millones de votos le «avalan»— la posibilidad de un nuevo orden de corte fascista por sufragio universal. Todo está permitido, incluso los disfraces de vikingo frente al retrato de los padres fundadores de una patria convertida, como nunca en sus 245 años de infamia, en un episodio de la «Guerra de las Galaxias«.

Mientras tanto, los españoles debaten sobre el tema con la condescendencia de costumbre, reafirmados en la imposibilidad de que un fenómeno de estas (extravagantes) características pudiera reproducirse en el cortijo de Paco «el bajo», Don Pedro, Charito y el señorito Iván. Sin embargo, el sector próximo a los 26 millones de fusilados no ha tardado en intentar apropiarse de la ficción, y ya lo compara con lo sucedido en Cataluña el 1 de octubre o el rodeo al Congreso alentado por Podemos. Los dedos tampoco dan para echar cuentas: cuatro muertos, uno de ellos con una bandera del presidente saliente amarrada al cuello.

Con la verdad fuera del espectro, da miedo comprobar cómo los hechos consumados prevalecen por encima de las reglas del juego, cómo un golpe desprovisto de épica es exactamente lo que el fascismo necesitaba, la oportunidad soñada que despierta envuelta en sangre sobre una moqueta de las caras. Alguien dijo que «si Estados Unidos viera lo que Estados Unidos está haciendo en Estados Unidos, invadiría Estados Unidos para liberar a Estados Unidos de la tiranía de Estados Unidos». La nieve es tendencia en Twitter, nada volverá a ser como antes y en 2021 seremos testigos de varios gobiernos ilegítimos proclamados en nombre de la democracia del Titanic. Ahora sí: feliz año a todos.

Ilustración: https://edelr.com/

¿Habemus POTUS o qué?

No sé a vosotros, pero la espera por la elección del nuevo jefe de este orden mundial venido a menos se me está haciendo insoportable. A mí y a Rafa, claro. Y es que la fumata blanca no sale de la Casa idem, y el tiempo pasa, nos vamos haciendo pequeñitos pequeñitos como la amígdala de Trump y nuestras súplicas son ignoradas por los astros y unos pocos estados con nombres intercambiables en el papel y el rosario: Georgia, Omella, Arizona, Nevada, papa Francisco… Da igual lo que recemos o a quién, porque han pasado 24 horas desde la última vez que lo miré y Biden sigue a seis votos, seis Gólgotas como seis hermanos de un padre carpintero, inamovibles, suspendidos en un tiempo sin autor y con un nudo más que probable en forma de protestas masivas. Entonces qué, ¿habemus POTUS?

Para aquellos a los que estas siglas les deje fríos como una noche con toque de queda, decirles que se trata de la manera vaga con la que referirse al President of The United States, vamos, un cargo religioso repleto de connotaciones domésticas que al menos nos está sirviendo para pensar en cosas menos mundanas. Sobre todo cuando vemos a una parte de los habitantes de la nación más poderosa del mundo comportándose peor que Macarena Olona en un día aciago.

Pero así estamos, en este vilo con la cara chusca de dos hombres blancos, viejos y heterosexuales que aspiran al trono para dominar la Tierra, Jesucristos del Twitter y la trifulca mediática empeñados en dar esperanza a un pueblo extenuado que, sin embargo, se niega a renunciar a la lucha. Será porque es verdad que en ese país cualquiera puede ser presidente. This is America, palabra de Dos.

Ilustración: John W. Tomac

La puntilla del 2020 se llama Trump

Hoy la incertidumbre es tal que incluso los habitantes de Valdevacas de Montejo se han levantado antes de que aúlle el gallo para comprobar el resultado de las elecciones de Estados Unidos, un país cada vez más alejado del sueño que convierte nuestro paso democrático por la tierra en una pesadilla con tintes republicanos. A estas alturas de la broma, todos vivimos un poco entre Los Ángeles y Nueva York, ya sea por una lengua infiltrada en cada conversación de oficina, con sus meetings y afterworks, o porque la tienda de ultramarinos se desangra con cada pedido en Amazon. Y, aunque nos joda admitirlo, causa más desvelos que Trump vuelva a ganar que Abascal se ponga la chaqueta talla S de futuro presidente.

La cuestión que sobrevuela este plebiscito mundial, el de continuar con la política de las vísceras o, por el contrario, apelar a la mesura para calmar unos ánimos a flor de cactus, es la de una profunda decepción por haber llegado hasta aquí. Porque si un canalla de lomo blondo es capaz de mantenerse en el poder durante más de un mandato, entonces eso significa que su elección no se trató de un accidente, sino más bien del óxido de valores universales como la razón ante el insulto, de los apretones de manos por encima del matonismo.

Para añadirle más gasolina y una píldora de insomnio al asunto, sólo será posible conocer al vencedor cuando le salga de los cojones a Trump, como si la soberanía del pueblo se hubiera convertido en mera observadora de esta civilización en horas bajas. Sea cual sea el resultado, esperemos que favorable al superviviente Biden, nos quedará la sensación de haber perdido y eso, con el presente virando hacia la broma infinita, es garantía de una celebración silenciosa, algo muy 2020.

Ilustración: http://evavazquezdibujos.com/

Cómo desaparecer completamente

Hace 20 años se publicaba «Kid A». Y, como siempre que una obra maestra es alumbrada, nada cambió. De hecho, desde aquel día, el mundo no ha hecho más que deshacerse por los polos, biodegradarse por obra y omisión de sus más ínclitos habitantes, lo que viene a poner de manifiesto, una vez más, el poder personal e intransferible de la música. La noticia a día de hoy, además de que Trump se ha librado de una muerte añorada por muchos, es que sus 50 minutos de duración se adaptan perfectamente al signo del presente, un tiempo para cerrar las cortinas de la habitación, encender un cigarrillo imaginario y desaparecer completamente.

Porque las canciones del cuarto trabajo de Radiohead hablan de una mente ansiosa, de la melancolía infinita, con su bilis Super Glue-3 y sus cajas negras repletas de ortigas, del humor como recurso ante el vacío y de la necesidad de escuchar música cuando las cosas dejan de tener sentido. Será porque fue escrito en un momento en el que Thom Yorke luchaba contra el espectro de la popularidad. Ante semejante demostración de sentido común, Michael Stipe le recomendó por teléfono que repitiera el siguiente mantra: «No estoy aquí. Esto no está ocurriendo». Y escribió un disco.

Lo más extraño de todo es que, dos décadas después de su parto, escucharlo de nuevo produce en nosotros una sensación parecida al júbilo, como si de pronto fuera posible mover los huesos rodeados de desconocidos y compartir vaso, besos, sudor y algo parecido al amor lúbrico. Así es como uno llega a la conclusión de que las canciones tristes siempre nos ponen de buen humor. Las malas, tristes. Oda a la vida, oda al chico A.

Queremos igualdad, equidad y justicia

Hace años que los Estados Unidos marcan el ritmo del consumo como religión, la pauta de un mundo a la caza de mariposas fugaces. El ‘porno asesino’ tristemente protagonizado por George Floyd ha entrado en la conciencia colectiva de los españoles y, mientras el país de la libertad arde ante la mirada de un presidente estrábico, una Biblia y un bidón de gasolina, las redes sociales se funden a negro en un gesto cargado de buenas intenciones, pero que flirtea con la pose si solo pertenece al martes. Y es que queremos igualdad, equidad y justicia… todos los días.

La cuestión es que para obtener estos ‘bienes’ tan escurridizos es necesario organizarse, romper inercias y censurar comportamientos, protestar muy alto evitando convertir las casas en cenizas, precisamente porque son el único refugio en el que resguardarse durante la tormenta. De lo contrario esteremos avivando el fuego del poder en su versión más sucia.

¿Es necesario que suceda algo parecido en España para que reaccionemos de una vez? ¿No es suficiente con el vídeo de la señora rebuscando entre la basura ante el paso de los manifestantes para rebelarnos contra los sicarios de la bilis y las banderas? Resulta que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia; resulta que ser moderado a día de hoy es como hacerlo con condón; resulta que esperar un minuto más es sinónimo de parada cardio-respiratoria. Ayer se apagó el mundo de nuevo, hoy tendremos que encenderlo algo mejor.

Ilustración: yamamotomasao.jp

No son fascistas, son neonazis

De niño los veía por la calle con el sol rebotando en sus cabezas, envueltos en parafernalia de cruces, blandiendo un aspecto entre zen y chulesco. Apenas abrían la boca porque la violencia era su lugar en el mundo y cuando andaban cerca —siempre en grupo— uno tenía que controlar sus palabras. Incluso amigos míos se unirían a esos ‘comandos’ de manera esporádica utilizando la ideología como excusa. Se trataba de poder darse de hostias. Cada día. Porque ya se sabe, utilizar los nudillos y la punta de acero siempre fue más divertido que montar en bicicleta por el páramo.

Ahora esos mismos obtienen millones de votos en las urnas. Han intercambiado ‘bombers’ por trajes a medida, cráneos por pelo ralo. Sin embargo, las formas y el vocabulario se mantienen intactos, y racismo, homofobia, nacionalismo y odio en forma de decreto son su norma. Paradójicamente, a los movimientos antifascistas que los combaten se les tilda de fascistas cuando lo único que tienen en común es la debilidad por las democracias iliberales y esa tendencia al boicot callejero.

La llegada del hambre crea el caldo de cultivo idóneo para justificar la opresión contra las minorías, quemar los puentes de la concordia, relegar a las tinieblas lo que pertenece a la luz del día. Enredado entre sus tripas, el drama de George Floyd y muchos otros. Porque la vida es lo único que importa y para mantenerla es necesario localizar el origen de la amenaza, llamar a las cosas por su nombre. Vox y Trump son neonazis. Así no hay posibilidad de equivocarse.

Ilustración: Luc Descheemaeker

¿Fue el 2020 una broma?

La verdad es que si te cuentan en el 2019 cómo iba a ser el 2020 hubieras hecho dos cosas: bloquear a la(s) persona(s) de todas tus cuentas por agorero(s) o directamente meterte en casa para no volver a salir hasta el 2021. Vamos, lo que se hace normalmente en invierno, pero llevado al límite. Visto con cierta distancia, este año ha resultado ser una mezcla de las dos, mitad futuro distópico, mitad se nos está haciendo bola. ¿Una pandemia global porque un chino se comió un bocadillo de alitas de murciélago? ¡Tú estás de la cabeza, chaval!

Ahora se entienden mejor las muertes de Kirk Douglas, Kobe Bryant, Terry Jones, la obsesión de un genio incomprendido llamado Trump por construir un muro, ¿de qué sirven ahora las concertinas en Ceuta y Melilla si nadie quiere venir de vacaciones? Joder, ¿soy yo el único que echa de menos los cruceros por el Estrecho? Por otro lado, el fin del mundo tiene cosas muy positivas. Los ‘influencers’ ya solo sirven para aquello que todos sabíamos: para nada, los médicos y enfermeros molan más que Batman, no hay fútbol ni toros, los Risketos y el vino peleón están de oferta en el Mercadona, a nadie se le secan las manos por culpa del frío y todos los ciudadanos llevan a un presidente-gestor en potencia en sus adiposos cuerpos.

No deja de ser decepcionante que una parte de la población esté perdiendo la cordura por el simple hecho de quedarse en casa viendo Netflix, que otro porcentaje piense que se trata de una conspiración con cuerpo y cara de pangolín y que los memes sean peores que la enfermedad. 2021, ven rápido. Te esperamos con todo caliente menos el champagne.

Ahora Greta Thunberg es el enemigo

Al sector de los poderosos —usuario acérrimo de «Just for men» con tendencia a escorarse hacia la derecha blanca y conservadora— le ha salido un enemigo con tres particularidades especialmente irritantes: es menor de edad, mujer y además tiene el síndrome de Asperger, forma de autismo caracterizado por afectar a la interacción social y la comunicación.

Imbuidos en una espiral de emisiones de CO2 que avanzan al ritmo de un oso polar varado en el mar, este grupo de escépticos —encabezados por Trump y su jauría propagandística en Fox News, The Daily Wire y Breitbart— no solo consideran equivocadas las conclusiones de más del 90% de la comunidad científica en las que se apunta a la actividad humana como uno de los factores del calentamiento climático, sino que ven en esta niña de mirada vidriosa un ejemplo perfecto de manipulación parental, la reencarnación de los niños del maíz en modo Generación Z, el canto del cisne de una izquierda empeñada en dar voz a una «retrasada» —palabras textuales— con pretensiones de mesías en impermeable caro.

Porque Greta Thunberg representa a viejos y nonatos, a políticos y surferos, al presente gris y su futuro negro, y esas críticas hacia la única influencer necesaria ponen de manifiesto que la cuestión ambiental se ha llevado hasta el ámbito de la creencia, ignorando los indicios estadísticos que apuntan hacia un intento del machismo por seguir siendo relevante en un mundo exacerbado por el aliento fétido de sus dueños.

Es curioso, pero si el lugar de la pequeña hubiera estado ocupado por un madurito, afroamericano y sin ningún trastorno neurobiológico, estaríamos hablando de Obama. Por supuesto, las críticas seguirían siendo feroces, y sin embargo, nunca llegarían hasta tal extremo. Quizás lo que les jode no sea la extinción de toda forma de vida en la tierra; más bien que el cambio climático posee la cara de una super guerrera al grito de «aquí y ahora».