Esos que miran el mar

Esos que miran el mar… tienen que ser amigos míos. Llegan antes, extienden la toalla y se desplazan poco o muy despacio. Delante, un mundo plano, cementerio de mareas vivas y ballenas. Así atraviesan el calor, sentados o con los pies sobre la arena, absortos en ese intercambio típico de los arqueólogos. Yo los miro, así que soy ese que mira a los que sueñan de espaldas al verano, es decir, a los que viven. Tiene algo el océano que iguala, convierte las quemaduras en alimento para barcos. Ellos que miran, que quieren descifrar el tiempo… y el mar a lo suyo.

A veces, los que miran al mar se levantan con desgana. También fuman. Una vez, uno se acercó a la orilla. Apenas movía la cabeza. Brazos pegados al borde de un bañador rojo. Ojos en la diana del horizonte, raya al medio entre el cielo y la cumbre, ola o charca sin orilla al otro lado. Porque en el mar nos cabe todo, incluso lo que no se ve, de ahí que algunos encuentren rumbos en la superficie, conchas, caminos. Si hay algo que represente la juventud perdida es el océano. Por eso insistimos: nunca estamos solos en ese infinito azul.

Los castellanos tememos al mar, de eso no hay duda. Es por culpa del barbecho y los cerdos, de las tardes en las que todo deja de moverse. En cambio, los que miran al mar insisten en el milagro de la multiplicación de los peces y las horas. Ellos en con su afán diario, yo observándolos queriendo ser un poco ellos, al menos de cuello para arriba. Hay un deseo en cada mirada, entre mis ojos húmedos, un anhelo de volver para contarlo. La eternidad era esto, de ahí que ellos insistan cada día.

Ilustración: Hiroshi Nagai

Ayer vi el Polo Norte

Asomo la cabeza y veo una masa de hielo que desborda, como un acorde infinito de ruido blanco. La extrañeza, siempre desde arriba, aumenta cuando la azafata me entrega un certificado oficial en Din A5 y una sonrisa=máscara. Sí, soy un elegido a 88º 31′ 00.0″ N y 0º 08′ 2.31″ E, uno más. Y es que para eso viaja uno, ¿no?, para transitarse y publicarlo. Por fin puedo afirmar que la Tierra es plana, que el Polo Norte se parece mucho a Benidorm nublado y que los aviones no pueden sobrevolar Rusia en nombre de la paz. Por eso rompo la regla que afirma que una vez al año hay que viajar a un lugar en el que no hayas estado, es decir, a uno mismo, el peor de los destinos.

Un despegue forzoso implica un aterrizaje dulce, acción de separarse de un mundo que nos factura por todo, incluso por volar. Ahora los aeropuertos vienen con eco, eco, eco, los hombres hacen pis sentados en el baño y corre el aire que nos falta ahí fuera, como si todo fueran señales indicando que moverse fue y será patrimonio de los ricos. Sucedió, vivimos el espejismo de aquella globalización achatando los cuatro puntos cardinales hasta dejarlos en tres, el Norte y el me quedo en casa. Lo que quedó entre medias, oh, precarios y pandémicos, se resigna a leer a Julio Verne o mirar las postales del microondas, una playa, una pizza que da vueltas. Nos equivocamos todos, por eso dejamos de viajar.

Ahora ser turista es ser leyenda y además los lugares remotos hacen honor a su nombre de distancia en Google. Así, uno camina solo y rodeado de otros muy diferentes, tanto que podrían ser humanos, pero con la cabeza enorme y un cierto desequilibrio cinético que recuerda a los pájaros mojados. En un andén lleno de luces, pienso en los kilómetros recorridos y el combustible, en lo que bien que se está en casa pensando en ese español que espera el tren y en la dentera que me produce la gente a la que le encanta viajar y la feria de Sevilla. Y por fin sé lo que hay al norte del Polo Norte.

Ilustración: Guy Billout

. En el andén pienso

España, país de ladrillo y playa

A España vienen muchos turistas cada año. Muchísimos. Son tantos que llegan colapsar el centro de las ciudades y, en ocasiones, la espuma de sus mareas trae consigo botes de crema y colonia barata. Mientras tanto, los de aquí, si no se dedican al servicio o a «emperder», escapan hacia postales exóticas, movidos por el afán de imitar a los demás, olvidándose de que transitar nuevos caminos es una necesidad interna, una brújula rumbo al ventrículo perdido. Es curioso porque, al final, el españolito regresa a casa siguiendo el rastro de las migajas dejadas por el turismo internacional, el mismo que nos ha enseñado a no ser exploradores en nuestra propia tierra.

Y es que, por mucho que España viva de sus ladrillos frente al mar y sus playas repletas de acentos y pezones, nadie parece estar contento nunca. Los vecinos porque el verano es invivible y sus noches huelen a orín, los hosteleros porque la ocupación no supera lo esperado —sobre todo la de este año— y los despistados de siempre siguen sin saber qué hacer si el destino de su billete se pronuncia a la primera. Y así seguimos, a vueltas desde el 48.

La inercia de todo este entramado es tan demoledora que a nadie le interesa reorientarla hacia un punto intermedio, ni pa’ nosotros ni pa’ ellos, menos gente, más personas. Es mejor continuar siendo ese país de alquiler en el que unas pocas estirpes hoteleras se reparten un pastel de nata agria que justifica cualquier medida inmovilista. Qué extraño; siempre creí que la única manera de viajar era hacerlo cada cierto tiempo, ignorar hacia dónde se está yendo… y volver para contarlo. Resulta que es una imposición social, incluso en 2020.

Ilustración: Il lee

Cuando viajar es desaparecer

Pasamos toda nuestra vida en movimiento, a veces empujados por las prisas, otras intentando bloquear el tiempo en ráfagas, gesto inútil entre dos siestas. Sin embargo, cuando cambiamos de frontera —el turismo de interiores resulta menos letal— se inicia un proceso de demolición, el de un nuevo mundo que se despliega ante nuestra mirada oblicua… y el de nosotros mismos.

Porque resulta que, sin querer, fuera de España repetimos los actos cotidianos cambiándoles la perspectiva. En el proceso tiramos de Google Maps, alzamos la copa que contiene licores florales, recuperamos fuerzas entre el ruido y las luces de neón, damos las gracias en lenguas que se traban, en definitiva: somos menos de un sitio y más de ninguna parte. Y la ingravidez del viaje se transforma en ángulos corporales de 45°, sonrisas en las antípodas del día a día, costumbres prestadas y nada de periódicos. Así es como el nómada toma conciencia de ese todo que une a la especie más dañina del planeta, repleta de supuestos enemigos que ahora nos abren las puertas de sus cocinas, salvajes que nos ayudan a hacer desaparecer la realidad bailando sin lobos. Nuestra propia circunstancia marca el ritmo y, la postal sin sellar, los pasos.

En un momento de ruptura donde la patria ya no es la tierra natal (o adoptiva) a la que un hombre se sentía ligado, el viaje nos da una visión más nítida de un planeta que gira alrededor de 7.000 millones de órbitas. Al mirar con atención aquello que ignoramos por movernos solo en verano, al asistir al milagro de otros ojos —los que nos observan curiosos y con los que presenciamos el milagro de lo que existe por primera vez—, de repente, somos pájaro. Amanece en la Puerta del Sol y en el país del sexo pixelado los fanales brillan con más intensidad que las estrellas. Ya no hace falta volver a casa.

La verdad sobre Japón

Existen cientos de guías de viajes, webs, consejos enlatados sobre qué hacer y ver en Japón. Tokio y Osaka, Okinawa o Tokunoshima, katsudon casero o minicreps de plátano y nata en el metro… Al final, el viaje se hace demasiado corto como para saborear a duras penas la eterna lucha entre la oscuridad más garajera del samurái beodo y el respeto más absoluto por el otro, por lo otro, por lo de más acá. Porque esta es la verdad, no un consejo de bloguera: el país del neón naciente es todo lo que aspiramos a ser y salió mal.

Aquí los turnos de trabajo van desde las 9 a las 25 horas y el currito cumple con su cometido diligentemente, de manera robótica y magnética, como si el hecho de saber que en los baños hay siempre papel y jabón diera cierta tranquilidad al local y al extranjero. Uno cabezón, el otro bailarín con ojos de conejo al que le dan las largas. Y es que el visitante primerizo no sabe que en Japón la vida sucede a pie de calle y, sin embargo, el premio espera en la décima planta. Cuando no toca solamente hay que hacer tiempo hasta las 11, prórroga etílica en la que ellas florecen, gimen como ratoncitos ciegos y ellos hablan tan alto como un siciliano viendo el fútbol. Por cierto, si eres negro o hirsuto te hincharás a follar en las saunas.

No es tan caro —a excepción del tren bala y el champagne de Ginza—; la acera huele a caldo, rosas pisadas con pies del 36 y soledad; mueren por atropello —con el móvil en la mano—; la presión social es tan axfisiante que pixela el alma y los genitales; no saben decir que no y cuando por fin les sale convierten su cabeza en bola de demolición; la comida arde y los gatos son personas; el cielo es de peluquería, el sol un vidrio color manzana Fuji y pisar los charcos en kimono una obra de arte. Ahora bien: ¿por qué los japoneses que se van nunca regresan? A esa verdad debemos aferrarnos, ahí radica el secreto del mundo flotante.

¿Ha desaparecido la aventura?

En 1830, George Stephenson diseñó la primera vía ferroviaria entre las ciudades de Liverpool y Manchester. El trayecto, un total de 34 millas, se redujo drásticamente, y de las 11 horas, tiempo transcurrido de una ciudad a otra cimentado en la resistencia de las piernas —y bajo una persistente cortina de lluvia—, se pasó a una hora y media a todo vapor, mejorando progresivamente los promedios hasta los actuales 36 minutos, espacio compartido entre somnolientos trabajadores ávidos de café e Instagramers que filman el campo desde su asiento 34C, ajenos a lo aburridísimo que resulta viajar en un tren silencioso como un pedo blando.

Con tanto desarrollo, el mismo que intercambia tiempo por prisa, tierra por aire, mapas por Google, con sus viajes low-cost y en primera, ¿un poco más de champagne, señor Vidal?, para curritos y CEO’s, repletos de siglas, marcas y acrónimos, AVE’s, TGV’s, Shinkansens, Boeings, avionetas y Airbus, con todo eso y más: ¿dónde está el espacio para la aventura?

Viajar se ha convertido, gracias a la democratización del transporte, en el común denominador del ciudadano, sinónimo de persona con inquietudes —es obligatorio incluirlo en el Top 3 de las aficiones si no quieres pasar por un bicho raro— y resulta prácticamente imposible encontrar lugares a salvo de las garras del destino vacacional de oferta. De hecho, aquellos escondites de difícil acceso, tesoros huérfanos de turistas armados con palos selfie, tuppers de paella y olor a crema, son los más deseados porque, por fin, el mapa del mundo cabe en el bolsillo.

La aventura se ha terminado. Ahora es tiempo de otras cosas. Llámalo magia, un truco con el que la imaginación ya no se ajusta a la realidad de las cosas, sino que la supera… y en ocasiones produce monstruos.