En 1830, George Stephenson diseñó la primera vía ferroviaria entre las ciudades de Liverpool y Manchester. El trayecto, un total de 34 millas, se redujo drásticamente, y de las 11 horas, tiempo transcurrido de una ciudad a otra cimentado en la resistencia de las piernas —y bajo una persistente cortina de lluvia—, se pasó a una hora y media a todo vapor, mejorando progresivamente los promedios hasta los actuales 36 minutos, espacio compartido entre somnolientos trabajadores ávidos de café e Instagramers que filman el campo desde su asiento 34C, ajenos a lo aburridísimo que resulta viajar en un tren silencioso como un pedo blando.
Con tanto desarrollo, el mismo que intercambia tiempo por prisa, tierra por aire, mapas por Google, con sus viajes low-cost y en primera, ¿un poco más de champagne, señor Vidal?, para curritos y CEO’s, repletos de siglas, marcas y acrónimos, AVE’s, TGV’s, Shinkansens, Boeings, avionetas y Airbus, con todo eso y más: ¿dónde está el espacio para la aventura?
Viajar se ha convertido, gracias a la democratización del transporte, en el común denominador del ciudadano, sinónimo de persona con inquietudes —es obligatorio incluirlo en el Top 3 de las aficiones si no quieres pasar por un bicho raro— y resulta prácticamente imposible encontrar lugares a salvo de las garras del destino vacacional de oferta. De hecho, aquellos escondites de difícil acceso, tesoros huérfanos de turistas armados con palos selfie, tuppers de paella y olor a crema, son los más deseados porque, por fin, el mapa del mundo cabe en el bolsillo.
La aventura se ha terminado. Ahora es tiempo de otras cosas. Llámalo magia, un truco con el que la imaginación ya no se ajusta a la realidad de las cosas, sino que la supera… y en ocasiones produce monstruos.
