Un beso contra la homofobia

Sirva esta portada como muestra. En realidad, muchos ven lo que sólo se intuye y, sin embargo, permanece en suspenso. De ahí la importancia de compartir el instante previo al roce de unos labios, acción que ni siquiera puede considerarse completa, aunque incluya su inercia, presión y humedades. Así somos, tendentes a la crítica y la bilis frente al contacto de las bocas de dos chicos. ¿Sería diferente en el caso de dos chicas? ¿Y si fueran un chico y una chica o cualquiera de las construcciones sociales asociadas al género? El odio también se esparce alrededor de El País, periódico sometido a los vaivenes del poder que busca la provocación a través de (redoble de tambores) ¿un beso?

Porque tal y como van las cosas si hay algo que debería hacerse a vista de todos, en la calle, en los parques y las gasolineras, es besarse. Pero lento y rico, con lengua y un poco de aire, y aún más sabiendo lo que les ofende a algunos. La lucha contra la homofobia y esa confusión entre la normalidad y lo común debe librarse con la firmeza propia de los morreos bien dados, un símbolo de amor que une a los protagonistas y separa a los observadores. Por eso lo hacemos con los ojos cerrados, para olvidar que en pleno 2021 es la mejor manera de protegerse de la vulnerabilidad y la ceguera.

Fotografía: http://www.pablozamora.net

Hartos de llegar borrachos a casa a las diez

Mucho se habla de la violencia en todas sus manifestaciones. Que si los radicales asaltan las tiendas de carcasas en lugar de las librerías, que si la Policía hace apología del terrorismo de bordillo sin consecuencias para sus socios numerarios, que si quemar ninots con la cara de Rajoy en Fallas es cultura, pero hacer lo propio con un muñeco de la Vicepresidenta es abominable… En fin, hay para todos los públicos, sin embargo y en el fragor de la batalla, nos olvidamos de esa sensación tan cruda que experimentamos cada viernes (y algunos sábados) al volver pedo a casa… a las diez de la noche. La incógnita —despejada hace siglos en otras latitudes— resulta tan difícil de asimilar en España que por esa razón nadie lo dice en alto, quizás con la esperanza de que pase rápido y así poder ajustar de nuevo nuestros ritmos circadianos a un consumo excesivo de alcohol.

Porque ahora, tal y como están las cosas y para los mayores de treinta y cinco, pedirte un vermú al mediodía equivale a ese segundo Dry Martini de las dos de la mañana, con la diferencia de que en la barra hay un par de niños comiéndose un torrezno y los mayores desayunan. Y claro, miras la hora y a las cinco de la tarde brilla el sol y tú vas ciego, barco de arroz a la deriva en un mundo concentrado en menos horas. Esto es una carrera contra el tiempo, pero una en la que con toda seguridad ya no despertarás en casa ajena, con ese «donde estoy» convertido en un clásico tan clásico como las películas de Bogart pedo. A las diez abres la puerta, te sientas en el sofá y miras el debate de La Sexta; el fin de fiesta soñado… para tu peor enemigo.

En lo que se refiere a los menores de veinticinco cuesta poco imaginarlos sentados a la mesa y comiéndose la sopa de fideos delante de padre y madre, que tampoco saben muy bien si es preferible tener al niño vivo y en un estado lamentable a las diez de la noche que despertarle a las seis del domingo oliendo a destilería, aunque a su hora. Fuera de la problemática quedan los abstemios, personas sospechosas enfrentadas a la mayor de las violencias: mantener la lucidez las veinticuatro horas del día más raro.

Ilustración: http://www.greg-guillemin.com

¿La violencia no tiene género?

Ahora que hemos llegado a ese momento en el que cualquier aspecto de la vida, por pequeño que sea, implica la consiguiente polarización del gallinero, el «Día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer» se presenta con su polémica habitual, repleta de eslóganes partidistas en boca de cráneos privilegiados sin tiempo para profundizar en el asunto. Porque, al igual que el hombre es un mono para el hombre, una parte de la sociedad se adueña del mensaje de sus (supuestos) líderes y ‘tuitea’ el dogma de moda, ese de que «la violencia no tiene género». Y claro, un cuchillo en el tórax, otro desahucio en plena pandemia o el síndrome del ‘abuelo fantasma’ despojados de sus respectivos contextos son hechos violentos inherentes al ser humano en cualquiera de sus manifestaciones. Sin embargo, referirnos sólo a las estadísticas— ahí el varón también es el rey del K.O.— supone invisibilizar el acoso sistemático, constante y diario contra las mujeres que este 25N viene a recordarnos.

Hace setenta y un años, las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal fueron apaleadas hasta la muerte por orden del dictador Trujillo. Desde entonces poco han cambiado las cosas y seguimos con lo inútil, enarbolando banderas, invocando al silencio y la inalterabilidad de las cosas, extraviados en una tertulia incapaz de reparar el daño. Los hombres nacen, las mujeres llegan a serlo (con suerte) y, mientras tanto, el mundo se deshace por los polos.

Así, una obviedad con fines partidistas como es la de «la violencia sin género» nos permite aseverar que el género representa una extensión asimétrica del dominio de lucha y la convivencia en ese dominio, por pequeño que sea, una forma de violencia. En el caso de tres mujeres rotas a manos de un dictador, el origen de esa violencia se encuentra en el hecho irrefutable de que los hombres nunca se han cuestionado la naturaleza de su poder. Ahí surgen la mayoría de los problemas de este planeta Sangre.

Ilustración: chiaraghigliazza.com

Volver a los tiempos de la serie «Patria»

En momentos de restricciones horarias y gorros de alpaca lo mejor es refugiarse en un párrafo, un polvo largo o en millones de fotogramas. Y es que cualquiera de estas tres opciones se convierten en ungüento susceptible de ser aplicado a nuestra psique, acuciada por la falta de movimiento y una certeza: se acerca el invierno. En ese espacio, el que uno quiera y cuando pueda, es posible disfrutar de la serie «Patria» y ser testigo de los horrores que por aquel entonces desangraban un país en llamas. La herida, todavía sin cicatrizar, no fue solamente infligida por bombas escondidas en maleteros, el sonido de gatillos y nucas o cartas con un bietan jarrai a modo de despedida, sino que el trato entre los vivos levantaba la costra de una violencia aún más cruel, precisamente porque contenía aspiraciones de libertad.

Por supuesto, ser libre, entonces y ahora, lo entiende cada uno a su manera. Los hay que, bajo la lluvia perenne de ese pueblo pena, están dispuestos a retirarle el saludo a los amigos de toda una vida, dejar de pasear juntos en bici, negarles un cuarto de jamón de York, convertir la convivencia en un fruto marchito, pasar el tiempo negando el peor de los temores: a veces, las guerras se libran en casa, al margen de vecinos y balas.

Al igual que los personajes-personas de la novela de Fernando Aramburu, aquellos que la consuman, de una tacada o con moderación, sacarán sus propias conclusiones. Algunos preferirán «Antidisturbios» o directamente el libro, otros se pasarán al magreo lúbrico de «La isla de las tentaciones», y los menos comenzarán a entender que la única manera de rebelarse contra cualquier forma de violencia, invisible o rotunda como un ¡Gora Eta!, es a través del perdón. Palabra y obra de Bittori y Viscarret.

Ilustración: Félix Viscarret

Escribe tus emociones diarias

Durante estos días y mientras se produce el regreso a la ‘vieja anormalidad’ es muy recomendable escribir en una hoja todas las emociones por las que transitamos desde que nos levantamos sin alarma hasta que soñamos raro. Entre medias, el mismo pijama y la cólera, dos gramos de desesperación, la euforia de saber que mamá sigue bien, el asco al cubo, la incertidumbre y el miedo, un vaso de lágrimas y la apatía convertida en risa floja. Un total de 250 sentimientos en 17 horas.

Paradójicamente, ahora que el tiempo fluye más deprisa que nunca, lo más interesante —además de comprobar que escribimos como el culo— es integrar a los demás en nuestras emociones, darle cuerda a un motor que se ha parado por culpa de la confrontación extrema, esa nueva forma de violencia que prescinde de nudillos y navajas, pero igualmente corrosiva y letal. Porque como estamos distanciados socialmente la agresión se articula con mentiras. insultos, posts e intervenciones en Zoom. Cada día.

Es muy sorprendente comparar esas listas y cerciorarse de que, más allá de ideologías y saltos generacionales, todas incluyen las mismas palabras, dejando al descubierto la única evidencia en tiempos de hambre: nos unen las mismas necesidades instrumentalizadas de formas diversas. De pronto, el eterno «es que la gente es gilipollas» deja paso al «bueno, vamos a preguntarles por qué». Y la cooperación es movimiento social sin nadie al mando.