El alfarero de los tragos

Recuerdo haberla perseguido un rato bajo  la lluvia. Llevaba pantalones de cuero ajustados y unos tacones de aguja que se clavaban sobre los charcos de la calle. En aquel momento ella estaba en todas partes: enseñando sus corazones de colores sobre el hombro en las portadas de las revistas, hablando a Carmelo mientras éste se ataba los cordones en la parte de atrás de un Land Rover, haciendo cosas que no le apetecían porque en realidad ella solamente quería volver a Ibiza a fabricar bolsos de piel. Y sin embargo, esa noche hacía aros de humo a apenas a un metro y medio de distancia, apurando el cigarro bajo la luz blanquecina que iluminaba la entrada del 12 de la calle de la Reina. Tiró la colilla y subió las escaleras mientras yo seguía con la mirada cada una de las machas dejadas por sus pasos en las escaleras de ese local que parecía ser un bar. O eso creía yo, a juzgar por la enorme colección de botellas expuestas sobre el cristal de la entrada.

Tuvieron que pasar los años para que ella desapareciera de mis fantasías y que yo fuera capaz de darme cuenta de que el “Del Diego” no era un bar, sino otra cosa y que a veces, un lugar que pone tragos y donde las lámparas iluminan como la luz de un cometa el contenido de una copa de cocktail o un «old fashioned» puede ser el último reducto de una manera de hacer las cosas a un ritmo distinto y, mirar directamente a los ojos de los clientes, norma de la casa.

Dejabas el abrigo en el perchero de la columna, escuchabas el fondo de música que nunca se colaba por encima de las voces y levantabas la mirada para ver que uno de los tuyos estaba cerca.

En el reflejo de unas gafas aparecían colores rojizos, amarillos, verdes albahaca, ocres, todos ellos procedentes de las manos de un hombre que mimaba cada trozo de fruta o agitaba la coctelera veinte precisos segundos hasta conseguir que la temperatura del hielo impregnara la superficie del metal.

Después, los puños de la camisa, siempre blanca y los brazos, siempre a la par cubiertos por un impecable traje y una corbata con nudo doble Windsor. Porque sobre todo, Fernando era un alfarero de las bebidas, pero uno elegante de verdad, tanto como «Frank Ol’ Blue Eyes», uno de esos tipos que, haciendo lo que muchos otros hacen, obtenía algo distinto y lo hacía sin alzar la voz, sin inmutarse, levantando la cabeza para ofrecer la siguiente al próximo cliente que nunca sabía si repetir o probar otro mientras la barra iba llenándose de gestos que se parecían un poco a la felicidad.

Y ahora la copa está medio vacía. Un sorbo más y solo quedará el fondo manchado del vidrio y como siempre pasa, las personas se van y Fernando ya no está y de nuevo a 47 metros en línea recta de la Gran Vía , las cosas no son lo que creíamos y Fernando, que tenía dos nombres en lugar de nombre y apellido, se ha dividido como los gajos de una naranja en Fernando y David, que en realidad son uno y además tan irrepetibles como este «Del Diego».

deldiego

Se acerca la hora de cerrar, ya está bien por hoy. Fernando padre, siempre te echaremos de menos, pero tu espíritu estará siempre presente en las manos de los tuyos, en cada trago, en cada pez, en cada noche. Buen viaje y dile a Luis que ya puede estar tranquilo, que no  «basta solo con dejar que un rayo de sol pase a través de una botella de Noilly Prat antes de dar en la copa de ginebra» , que los dedos importan y Madrid se queda un poco más huérfana y algo sedienta a pesar de la lluvia pero a salvo entre los dedos de dos hermanos que salvaguardan la llama en forma de cocktail de su padre.

 

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