Somos cacá cacá cacá cambio, un continua e imparable transformación que a veces responde a una diáfana razón ( véase envejecer, un trauma, o mantener los ojos abiertos para no perdernos cómo el mundo se convierte en una masa repugnante y asquerosa, un niño al que le echan ácido por encima pero con bonitas puestas de sol) y otras se debe a que determinadas imágenes que se instalan en nuestro subconsciente individual e intransferible ( el colectivo me recuerda al fútbol y sus hordas con forma de oveja churra) para no abandonarnos nunca más.
Dada la poca «onda» que tengo con los niños que miden menos de 45 cm y con los perros y gatos que me parecen criaturas más bien lerdas que huelen raro ( soy consciente de que eso me convierte en una especie de monstruo o «hijodeputa peligroso» que no merece vivir), me sorprende la punzada que he sentido entre el cardias estomacal y el ventrículo derecho al ver las imágenes de la Feria de la Langosta de la Guarda ( Galicia). Cientos de esos crustáceos que se desplazan por el fondo marino sin molestar a nadie y cuya mirada recuerda a la de un cristiano que va a ser arrojado al foso de los leones, eran cocidos vivos en enormes ollas T-Fal por tipos que sonreían y brindaban con Albariño que, por una extraña casualidad, comparte las mismas burbujas que el agua hirviendo.
Y sí, ¡joder!, me ha impresionado la movida y no sé si achacarlo a que el movimiento «yihaidista-animalista» está apoderándose de mí, a que mi sensibilidad se manifiesta de maneras cada vez más bizarras ( mejor no hablar de mi fascinación por los she-males) o que simplemente se impone el replantearse determinados comportamientos que nunca han sido puestos en cuestión. Claro que si seguimos tirando del hilo, ¿ qué siente una lechuga cuando es arrancada de la tierra?
El mundo es un lugar extraño y cada día que pasa me papá papá papá parezco más a Hommer, un dibujo animado gordo, amarillo, estúpido y con mal pelo pero que ve en una langosta al mejor amigo del hombre. ¡ Dios mío que me ocurre !