Estábamos tan tranquilos, disfrutando del vuelo helicoidal de las hojas cayendo sobre la acera, de las últimas cervezas en la terraza y de nuestra última oportunidad de enseñar las piernas hasta mayo cuando llegó ella.
Los dientes redondeados en los márgenes formando un ángulo de 90 grados con unos ojos que miran a algún punto perdido entre la incomprensión de la sociedad y las ganas de tocar las pelotas a aquellos que consideran que determinadas cosas son intocables. Véase:
- El maravilloso milagro de la maternidad.
- La imperiosa necesidad por ser recordados.
- El fútbol como expresión de la vida.
Y es que sí. La señorita Orna Donath se ha centrado en el primer punto y claro, todos (esos denominados todos deben de ser gente muy sensata y en posesión de la VERDAD) se han rasgado las vestiduras porque el agujero no ha dejado al descubierto ni un par de pelotas ni de ovarios sino que determinados tótems sociales deben de ser revisados y, en algunos casos, directamente dinamitados.
Porque, ¿qué hay de malo en admitir que ser madre es una experiencia absolutamente sobrevalorada?¿Que criar a los hijos ha sido un problema constante en nuestras vidas y que si pudiéramos volver atrás en el tiempo le hubiéramos dicho que no se corriera dentro?
Con esto no queremos decir que los niños no nos hayan hecho felices en algunos momentos pero a algunos siempre se nos hizo muy extraño considerarlos como el eje sobre el que se asienta una vida, con sus peligros, sus errores, sus logros, sus sorpresas, los libros, las playas y cientos de grabaciones de Glenn Gould esperándonos en Spotify. Y no frivolizo. Al contrario, me deshago de los convencionalismos que dirigen nuestras vidas y decimos públicamente que somos mujeres y que para nosotras, los hijos han sido una fuente de angustias, de noches en vela, de miedo a perderlos y que nos horroriza recibir esa llamada que lleva a su muerte pero ésta nos aliviaría de alguna extraña manera.
Estas palabras, que normalmente se omiten por resultar excesivamente crudas, no son las de una mujer sino las mías, las de un hombre más bien torpe, pero reflejan la otra cara, la de las madres que deciden qué hacer con sus vidas y de sus vidas de manera consciente y libre, sin estar sujetas a una toma de decisiones que muchas veces viene determinada por el miedo a perder su identidad, al cambio de vida, de perder el tren o una silla en la mesa los domingos, cuando en realidad, lo más importante del hecho de estar vivos es que todos tenemos nuestro lugar en el mundo.
Ser mujer es mucho más que ser madre.
Por un mundo con madres, arrepentidas y no.