Alors sans avoir rien
Que la force d’aimer
Nous aurons dans nos mains
Amis le monde entier
Salón de casa. Padre con los pies sobre la mesa sin cristal del salón tocando la guitarra con el aire removido por el ventilador del techo despeinándole el flequillo. Simplemente pasa el rato con Villalobos y Bach, con Bach y Piazolla. Frente a él, un chaval de unos 14 años mirándose el suyo reflejado en el cristal de las fotos de la estantería contigua.
Qué raro, no llama a ninguno de sus amigos… piensa el chaval mientras dice adiós y cierra la puerta que hace un ruido de cientos de alfileres retumbando en un plato hondo.
Y es que la amistad es, durante muchos años, lo único que verdaderamente importa en las vidas de casi todos. La gente crece y con cada paso dado parece que ésta se difumine, adquiriendo los volúmenes del espectro del padre de los Incandenza. Unos mueren, a otros los matan, los menos se salen del grupo o se casan y otros nunca llegan a desaparecer pero su presencia se alterna con ausencias que duran el equivalente a diez días laborables.
Veinte años más tarde. El chaval tiene los huevos sobre una silla de diseño italiano a la que le falta el apoyabrazos izquierdo. Es zurdo, lo que lo explica todo. Padre ya no existe, y si lo hace, es siempre antes de que cierre los ojos y se quede dormido. El chaval escribe y su flequillo le roza ligeramente la frente. En la casa hay una presencia y es el de una mujer casi irreal pero humana, que anda sin hacer apenas crujir el suelo. Toda esa ansiedad concentrada en las tripas por quedar con sus amigos ha desaparecido o mutado en algo distinto. Ahora, al verla con los ojos abiertos, la boca semi cerrada y esa mata de pelo negro infinito, se da cuenta que siente algo que se parece al calor, a un lugar común —algunos lo llaman casa—, a una corriente eléctrica que lo aísla del ruido de ahí fuera, un muro de ladrillos transparentes que divide su existencia en dos planos simétricos pero no necesariamente paralelos que se construye alrededor de su epidermis cada vez que la huele, la besa o simplemente la escucha respirar. Y hay música pero nadie toca y es justo pensar que se está haciendo mayor, no porque tenga más años, sino porque entiende perfectamente a un Brel enfermo cegado por los focos del Olympia y cantando:
entonces, sin nada más
que la fuerza de amar,
tendremos entre nuestras manos amigas
el mundo entero.
Y si tenemos amor, ¿qué más necesitamos?