Salgo a la calle después de comprar calzoncillos por primera vez en mi vida, lo que implica dos cosas: una, he alcanzado una especie de madurez personal a 15.95 euros el paquete de tres y dos, y dos, el cordón umbilical que me une a mi madre está formado de amor y no de cosas materiales o guisos metidos en tuppers. Espero a que el rojo pase a verde en el paso de cebra de Bilbao (Madrid). Una gota impacta el borde de mi nariz y aparece ella, ejemplo perfecto de esas mujeres que poseen la rara cualidad para no dejar a la intemperie su estado de animo: la mirada oculta en algún punto situando entre las ramas de los árboles o las alcantarillas, la boca ni muy abierta ni cerrada, con sus dientes y eso, pero sin carga emocional alguna, el pelo del color de la cazadora del modelo de Marlboro y esa expresión en la cara que puede indicar tres cosas, como los calzoncillos:
A) Se va a poner a llorar en cualquier momento.
B) Ese el mejor día de su vida, pero no lo quiere compartir con nadie porque ya se sabe que cuando la felicidad nos embarga tampoco hace falta nada más.
C) Debo de ser el único que se fija en estas cosas, sin embargo, el simple hecho de tener este pensamiento me lleva a mirar de frente la vida; si a mí me parece que algunas mujeres tienen esta expresión debe de haber alguien cerca que piense lo mismo.
Es por por esta razón que hago un llamamiento y pregunto al lector si sabe de qué hablo cuando hablo de mujeres con caras que son un montón de pintura con una careta de indeterminación ante el atropello de un pizzero o el rescate de un gato a manos de una grupo de bomberos antitaurinos. Esta es la mayor de las aproximaciones que mi mayoría de edad mental me permite poner por escrito en lo relativo a un fenómeno que no es más que una observación empírica de mi realidad, mi mundo. Aquí abajo, una pista. Gracias.