Entra en el bar junto a una amiga. Llamémosla Kathy. Ella no tiene nombre porque en estos casos es lo de menos. Lleva un vestido ocre hasta los tobillos que se le pega a las desordenadas caderas y que deja al descubierto varios surcos sobre el pecho que recuerdan a los campos recién arados pero en piel. El pelo rubio, lacio, perfecto, a base de hebras de hierba seca. Sonríe al ajustar su fino cuerpo sobre el taburete de un sitio pijo de Madrid que siempre está lleno, incluso a la hora de la siesta. Su amiga pide en la barra y ella espera con las manos sobre las rodillas. Sus manos…testigos involuntarios de varios movimientos populares, una docena de crisis y cuatro cambios de paradigma, desde la playa bajo los adoquines a los Sex Pistols, pasando por el peinado imposible y la falta de escrúpulos de Margaret Thatcher a la dominación absoluta en el reino de la NADA de One Direction hasta las vacaciones de varios meses en España, porque aquí se está siempre calentito, se baila despacito y las cañas están bien tiradas y como mucho valen 2,50 euros. Sus dientes han adquirido el color de la ensaladilla rusa que devoran para acompañar las bebidas y los pliegues debajo de la axila nos chivan que, a pesar de todo el trabajo que conlleva el estar tan guapa, debe de tener unos 70 años.
Sin embargo sus ojos dicen la verdad. Son de un azul intenso, casi esmeralda y miran hacia los lados con la velocidad de las piernas de Usain Bolt. Están vivos, llenos de cosas por hacer, de ingenuidad…son de una niña y me pregunto:
¿Es posible que todo en nosotros se vaya deteriorando cada día, que nos veamos afectados por la CAIDA a pesar de prepararnos cada mañana zumos de espinacas y zanahoria en la licuadora, de cubrirnos de canas y arrugas, de achaques y ruidos raros en la garganta, de fisios y bastones pero que nuestros ojos mantengan la apariencia de un niño que ve por primera vez el mar?
Si, es posible. Yo lo vi con mis ojos de viejo.